Lucas: 6, 39-45
En aquel tiempo, Jesús propuso a sus discípulos este ejemplo: “¿Puede acaso un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en un hoyo? El discípulo no es superior a su maestro; pero cuando termine su aprendizaje, será como su maestro.
¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo te atreves a decirle a tu hermano: ‘Déjame quitarte la paja que llevas en el ojo’, si no adviertes la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Saca primero la viga que llevas en tu ojo y entonces podrás ver, para sacar la paja del ojo de tu hermano.
No hay árbol bueno que produzca frutos malos, ni árbol malo que produzca frutos buenos. Cada árbol se conoce por sus frutos. No se recogen higos de las zarzas, ni se cortan uvas de los espinos.
El hombre bueno dice cosas buenas, porque el bien está en su corazón; y el hombre malo dice cosas malas, porque el mal está en su corazón, pues la boca habla de lo que está lleno el corazón”.
REFLEXIÓN
El árbol y sus frutos
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
El Evangelio de hoy está compuesto por distintas comparaciones, imágenes y sentencias de Jesús. Cada una daría para reflexionar sobre ella. Quiero detenerme un rato en la última comparación, la del árbol y sus frutos.
Mediante esta imagen, el Evangelio nos da hoy un criterio de discernimiento, una lección de prudencia sobrenatural. Para juzgar a un hombre, un movimiento, una doctrina, no debemos dejarnos llevar por sus apariencias o sus declaraciones. No debemos fijarnos en sus palabras, sino hemos de mirar sus obras y sus realizaciones. “Cada árbol se conoce por sus frutos”, nos recuerda Jesús.
Es por eso que no nos convencemos demasiado de prisa. Nos gusta conocer las frutas, observar la eficacia, fijarnos en los hechos y en los resultados. El Padre José Kentenich, Fundador del Movimiento de Schoenstatt diría: ¡queremos observar la resultante creadora! Pero más provechoso todavía nos resulta, utilizar este criterio no solamente en lo que se refiere a las demás, sino emplearlo también con nosotros mismos. Así sabremos si somos realmente auténticos cristianos o no.
También nosotros somos como los árboles. Y la pregunta es, si producimos frutos útiles, sabrosos, provechosos para Dios y para los demás. ¿Los hermanos vienen a confortarse y alimentarse de nosotros? ¿Se dirigen a nosotros cuando necesitan un consejo, una ayuda, un servicio?
Y allí cabe esa otra palabra de Jesús, tan clara y contundente: “No el que dice ‘Señor, Señor´ entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21).
Hoy hemos venido a esta Eucaristía y decimos: “Señor, Señor”. Pero esto no basta, si no consigue cambiar nuestra vida de cada día, si no nos lleva a cumplir la voluntad del Padre. Y la voluntad del Padre nos exige justicia para con los que dependen de nosotros, amor para con los que nos rodean, ayuda para con los que la necesitan.
¿Para qué reunirnos aquí todas las semanas para cumplir unos cuantos ritos y oraciones, si al salir no ha cambiado nada en nuestro corazón, en nuestra conducta, en nuestras costumbres? ¿Para qué participar en esta Misa dominical, si al salir no nos amamos más que antes, si no nos reconciliamos con los hermanos alejados?
Cristo ha querido una religión en espíritu y en verdad, no una religión de frases y fingimientos. Los frutos que demos, han de ser testigos de la vida divina que mora en nosotros. Nuestra conducta debe responder de nuestra fe. Nuestro amor a los hombres debe probar nuestro amor a Dios.
Queridos hermanos, al salir de la Eucaristía de hoy, ojalá haya cambiado algo, no sólo en nuestro amor a Dios, sino también en nuestra relación para con los hermanos.
MT