Mateo: 22, 1-14
En aquel tiempo, volvió Jesús a hablar en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo: “El Reino de los cielos es semejante a un rey que preparó un banquete de bodas para su hijo. Mandó a sus criados que llamaran a los invitados, pero estos no quisieron ir.
“Envió de nuevo a otros criados que les dijeran: ‘Tengo preparado el banquete; he hecho matar mis terneras y los otros animales gordos; todo está listo. Vengan a la boda’. Pero los invitados no hicieron caso. Uno se fue a su campo, otro a su negocio y los demás se les echaron encima a los criados, los insultaron y los mataron.
“Entonces el rey se llenó de cólera y mandó sus tropas, que dieron muerte a aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad.
“Luego les dijo a sus criados: ‘La boda está preparada; pero los que habían sido invitados no fueron dignos. Salgan, pues, a los cruces de los caminos y conviden al banquete de bodas a todos los que encuentren’. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala del banquete se llenó de convidados.
Cuando el rey entró a saludar a los convidados, vio entre ellos a un hombre que no iba vestido con traje de fiesta y le preguntó: ‘Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de fiesta?’. Aquel hombre se quedó callado. Entonces el rey dijo a los criados: ‘Atenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y la desesperación’. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”.
Reflexión
Los llamados y los escogidos
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
Muchos hombres dicen que Dios es silencioso, que está lejos, que no lo pueden encontrar. Sin embargo, Dios, a través de toda la revelación, nos asegura que Él habla, que llama, que estimula a los hombres, pero que muy pocas veces ha sido escuchado.
Dios dice que Él es, esencialmente, Padre de todos los hombres. Pero parece que los hombres no tienen más que una sola ambición: liberarse, prescindir de Dios. Nos dice también Dios que el hambre que nosotros podemos tener de Dios no es nada en comparación con el hambre que Él tiene de nosotros. Los hombres pueden estar sin Dios, pero Dios no puede, no quiere estar sin los hombres.
Como lo dice San Pablo: “Dios quiere que todos los hombres se salven”. Es lo que los teólogos llaman la voluntad salvífica universal de Dios. Su amor de Padre no conoce límites ni pone barreras. Su mayor deseo es que todos los seres humanos, salidos de su mano creadora, puedan participar un día con Él en el banquete celestial. Por eso invita a su mesa incluso a los pecadores y a los paganos, si sus propios hijos se niegan a venir.
Muchos buscamos y encontramos una excusa cuando se trata de Dios. Fácilmente nos encerramos en nuestros propios asuntos: en algún negocio o trabajo que estimamos más urgentes, en una fiesta que debemos participar o en un viaje que tenemos que hacer. Creemos que nuestro caso es legítimo, que nuestros motivos son perfectamente válidos. Y así ponemos mil y un pretextos para no acudir a la cita.
Algunos pensarán: “ya se sobreentiende que soy cristiano, ya basta, que me dejen en paz”. Otros dirán: “soy cristiano a mi manera, no necesito estas manifestaciones externas, que no me molesten”. Son cristianos de nombre, sin coherencia entre su vida y lo que dicen creer.
También existen aquellos que dejamos para más tarde el tiempo de ocuparnos de Dios: después de casarme, cuando haya construido mi casa o mi fortuna, cuando no tenga que trabajar, cuando me dejen en paz mis hijos o mi marido o mi profesión. Entonces será cuando podremos preocuparnos de Dios.
Pero esto significa que echamos a Dios de nuestra vida real, que lo arrinconamos en los templos, que nos negamos a santificar nuestro estado, que juzgamos incompatibles el servicio de Dios y la vida cotidiana que llevamos.
Pero Dios es un Dios de la vida. El Señor no se desalienta y se dirige de nuevo a nosotros renovando su llamada. Se vale de sus enviados, sus apóstoles, su Hijo Jesucristo, su Iglesia. Por medio de la voz de sus ministros, recuerda a nuestras conciencias dormidas y olvidadizas el destino eterno que nos tiene reservado.
Y el Señor nos pide llevar el distintivo de los verdaderos cristianos – el traje de fiesta del que habla la parábola. No pensemos que el invitado sorprendido sin traje de fiesta era algún pobre: en ese tiempo se solía proporcionar a los invitados las túnicas que usarían en la fiesta.
MT