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“Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.

22 de septiembre 2024

Marcos: 9, 30-37

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaban Galilea, pero Él no quería que nadie lo supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le darán muerte, y tres días después de muerto, resucitará”. Pero ellos no entendían aquellas palabras y tenían miedo de pedir explicaciones. Llegaron a Cafarnaúm, y una vez en casa, les preguntó: “¿De qué discutían por el camino?” Pero ellos se quedaron callados, porque en el camino habían discutido sobre quién de ellos era el más importante. Entonces Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.
Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: “El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe. Y el que me reciba a mí, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado”.

Reflexión

Que el primero sea el servidor

Padre Nicolás Schwizer 

Instituto de los Padres de Schoenstatt

No hay ninguna enseñanza de Cristo a la que los apóstoles hayan resistido con mayor obstinación que la de su rebajamiento, su humillación, su cruz. El Evangelio de hoy hace revivir de una forma dramática esa oposición entre las ideas de Dios y los que no tienen más que pensamientos humanos.

Jesús acaba de confiar a sus discípulos sus sentimientos más íntimos, su certeza  creciente de que va al encuentro del sufrimiento y de la muerte. Pero ellos no entienden esas palabras. Sólo adivinan en ellas lo bastante para esquivar ese desagradable tema de conversación. Por eso no piden ninguna explicación más detallada.

Más aún, los discípulos dejan solo a Jesús con sus pensamientos demasiado sombríos. Retrasan un poco el paso y se entregan con pasión a su discusión favorita: sobre sus posibilidades de éxito, sobre su jerarquía, sobre el lugar que va a ocupar cada uno en el Reino de Dios.

Jesús no tiene necesidad de una ciencia sobrenatural para adivinar el tema de sus conversaciones: seguramente se exaltaron un poco, empezaron a gritar, hubo disputas y divisiones. Al final, ya en casa, les pregunta. Pero ellos, como alumnos sorprendidos en falta, se callan.

Entonces el Señor les da la regla de oro de su reino, les enseña la verdadera jerarquía de su Iglesia: “Si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”.

Tal vez nosotros seamos como los apóstoles: nos repugnan esos consejos de humildad, esas predicciones de fracasos. Sin embargo, la mayor originalidad del cristianismo está allí, en la revelación de un Dios que no quiere ser servido, sino servir; un Dios que no exige que nos postremos ante Él, sino que le dejemos lavarnos los pies o servirnos a la mesa; un Dios manso y humilde de corazón, que abandona todos sus derechos, para obtener solamente el de servir.

Jesús destruyó el ídolo de un Dios que reina como soberano sobre la humanidad

postrada ante Él. Y desacralizó el poder, la autoridad, el dominio: “Los reyes de las naciones gobiernan como señores absolutos y los que ejercen la autoridad sobre ellos, se hacen llamar bienhechores; pero no así vosotros…” (Lc 22,25s) Desde entonces el cristiano sabe que para asemejarse a Dios no se necesita ser rico, ni sabio, ni fuerte ni majestuoso: basta con amar más, con servir más, cada uno de nosotros puede ser como Dios, sin salirse de su nivel, sin cambiar de lugar, haciéndose el último de todos y el servidor de todos. La omnipotencia de Dios es una omnipotencia de amor, y no una omnipotencia de fuerza y de autoridad. Dios es Dios, no por ser el primer servido, sino por ser el primer servidor. Nadie se entrega como Él, nadie puede comunicarse tanto como Él, nadie se consagra a los demás como Él.

MT

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