Los guardametas pocas veces están destinados al éxito. Sus franquezas se ven blanqueadas cuando la pelota cruza la línea de cal y todos nos volvemos locos, ya sea para bien o para mal, el arquero es la última obstrucción coronaria previa al infarto. Su función es antagónica en demasía: evitar los goles.
El gol es el alma del juego, pero el cancerbero está ahí, apóstata de lo imposible, para inocular frustraciones. Claro, eso no me importa si el golero ataja para mi equipo y si se llama Tiago Volpi.
El 8 de julio de 2014, en el estadio Mineirão de Belo Horizonte, Brasil fue humillado 7 goles a 1 por la selección alemana. Tiago Volpi vio cómo su ídolo, Julio César, era fusilado una y otra vez por la artillería teutona. Volpi conoce a la perfección la injusticia de ser guardavallas. Un guion fuera de libreto fue esa inverosímil final de ida en la que Gallos Blancos cayó 5-0 ante Santos, la ley para el arquero es un axioma de lo indeseable: si se comete un error se refleja casi de inmediato en el marcador y el jugador con el dorsal número 1 es el principal culpable.
El escritor uruguayo Eduardo Galeano definía los porteros como mártires, pues en su soledad, ven el partido allá, en el fondo del campo y de vez en cuando son visitados con la frialdad aniquiladora del marcador. Sin embargo, estar bajo los tres palos fue un llamado a la vocación para Volpi.
El brasileño comenzó su carrera como lateral izquierdo sin mucho éxito (de por sí no es fácil cubrir una posición que en Brasil es patrimonio de virtuosos), su desesperación furibunda por destacar en el juego lo llevó a meter la mano en varias ocasiones durante los partidos y salir expulsado. Su padre, cansado, le sentenció “si otra vez más te sacan la tarjeta roja por poner la mano en el balón no vas a jugar más… o te metes de portero”.
Jorge Valdano hacía referencia a un cuento del ‘negro’ Fontanarrosa para explicar la relación de un argentino con la pelota, el relato es sobre un niño que se sienta en un banco con un balón, de pronto se levanta y se olvida de la pelota; cuando este olvido parece un signo de la decadencia humana, al llegar a la esquina el niño silba y la pelota se baja del banco y empieza a seguirle. La fantasía de cualquier futbolista profesional es que la redonda le obedezca o que le muestre el camino, así en varias ocasiones, durante sus inicios, el balón buscó las manos de Volpi como una señal divina que el brasileño tomó con gusto. El remate a quemarropa del delantero hondureño Albert Elis, durante el segundo tiempo del Querétaro Monterrey, es un síntoma de la gratitud, el balón impactó la mano derecha de Volpi con lo que evitó un gol inminente. Como en el cuento de Fontanarrosa, la pelota siguió a Tiago en un patrón de obediencia.
A la salida del encuentro, en la explanada del Corregidora, el mes patrio sazonó el grito con el que se consolidó al arquero brasileño “¡Viva Volpi!, ¡Viva!” “¡Viva La Corregidora de Querétaro!, ¡Viva!” “¡Viva los Gallos!, ¡Viva!”.
En su libro “El diario de la guerra del cerdo”, el escritor argentino Bioy Casares dice que una forma de adquirir temple ante la adversidad es ser hincha de un club perdedor. Claro está que Volpi no ha formado parte de un equipo que acapare la atención del mundo (Gallos y Figueirense) sin embargo ha sido hincha del club para el que juega.
Recurrente es la imagen de Tiago arengando a sus compañeros para que se despidan de la afición al término de un partido, o su salida hacia los vestidores en medio de un estruendoso “Volpi, Volpi, Volpi” por parte del graderío. El compromiso del brasileño es absoluto, alguna vez afirmó con una orgánica fidelidad: “amo a Querétaro”.
Freud decía que la idea de que el hombre puede intuir su relación con el mundo exterior a través de un sentimiento directo se vincula con la cultura, un espectáculo como el futbol influye en el ánimo colectivo, las actuaciones de Volpi son una regresión del triunfo, ese en el que gozamos cuando Mauro Gerk convertía goles o el ‘gordo’ Becerra metía penaltis que valían títulos. Para el aficionado no habrá nada más reconfortante que ver en la cancha futbolistas que sean ‘hinchas’ del club para el que juegan; una singularidad en estos tiempos, y más en el futbol mexicano.
Volpi es el modelo de ídolo, de representatividad estoica, nuestro héroe patrio que como tal lleva a espaldas una condena de mártir: mientras ataje en Querétaro una oportunidad con su selección no luce ni remotamente cerca. Pero sus actuaciones tienen valía propia, no hay guardameta en su país que se coloquen bajo el arco con la seguridad que Volpi ofrece, sin embargo juega en un club donde los reflectores apuntan hacia una órbita lejana de las máximas glorias mundiales.
Yo, como muchos aficionados, disfruto del ansiolítico que Volpi nos da en momentos de taquicardia pura, como cuando los delanteros de Rayados no se cansan de invadir nuestra área. Cierto es que está muy cerca de compartir mesa con Mauro, Marco, el zurdo, Silvano y jugar una partida de Naipes. Los ídolos son los ídolos y se guardan para la eternidad.