Cuando estaba en la secundaria leí “My Ántonia” de Willa Cather y me encantó por la historia de amor que narraba. Esta semana, le tomé prestado su libro a mi hija y lo leí de nuevo. Resulta ser un libro de nuestros tiempos, y el antídoto perfecto contra nuestro presidente.
La novela, que en su mayoría sucede en Nebraska a finales del siglo XIX, relata la historia de Ántonia Shimerda, la hija mayor de una familia de Bohemia, en lo que ahora sería la República Checa. Los Shimerda son inmigrantes que saben muy poco sobre la agricultura y Nebraska todavía no es el granero mundial en el que posteriormente se convertiría.
“Lo único que había era tierra”, escribe Cather. “No había un país, sino el material del que están hechos los países”.
La familia de Ántonia se propone construir ese país, junto a otros inmigrantes llamados Pavel y Peter, Otto y Ole, Lena y Yulka. En 1888, el Nebraska State Journal observó que “el gran oeste ha recibido la porción más grande de inmigración que ha llegado a este país desde que se realizó el último censo”, casi duplicando las poblaciones en los estados occidentales.
Estas fueron las personas que hicieron grandioso al Medio Oeste. Su inglés, al llegar, era en general malo o inexistente. Sus habilidades a menudo eran inadecuadas para las necesidades de los lugares a los que llegaron. Sus creencias religiosas no eran las de sus vecinos estadounidenses. Se les acusaba con frecuencia de ser exclusivistas y no siempre agradecieron estar aquí.
“¡Él no querer venir, nun-ca!”, dice Ántonia de su padre, después de que el joven narrador estadounidense en la historia opina: “La gente a la que no le guste este país debería quedarse en casa”. Eso suena familiar.
Los inmigrantes vinieron, en su mayoría, porque estaban huyendo de circunstancias difíciles, al igual que muchos de los actuales inmigrantes de América Central. Sin embargo, también vinieron porque nuestras fronteras estuvieron prácticamente abiertas hasta 1882, cuando la Ley de exclusión china se aprobó vergonzosamente.
Fuera de eso, el sueño americano estaba disponible para cualquiera que pudiera pagar un impuesto de 50 centavos (alrededor de doce dólares en la moneda actual) y no fuera un “convicto, lunático, idiota o una persona incapaz de cuidarse a sí misma sin convertirse en una carga pública”. La Ley de inmigración de 1891 expandió ligeramente la lista de personas proscritas, pero no por mucho, y se esmeró en dar la bienvenida a los asilados políticos.
Para que sepan los estadounidenses de cuarta o quinta generación que ahora dicen que sus ancestros vinieron aquí de manera legal (a diferencia de los trabajadores no autorizados de hoy) eso se debió principalmente a que antes era fácil entrar. Hoy en día, el tiempo de espera promedio para una visa de inmigrante es de alrededor de seis años y puede alargarse hasta más de una década, según David Bier del Instituto Cato, tiempo que la gente desesperada por lo general no tiene.
Lo que no ha cambiado es que los inmigrantes, en términos generales, tienen éxito. “Los agricultores extranjeros en nuestro país fueron los primeros en ser prósperos”, observa el narrador (ya mayor) de Cather. “Después de que los padres se liberaron de la deuda, las hijas se casaron con los hijos de los vecinos —por lo general de nacionalidad similar— y las niñas que alguna vez trabajaron en… cocinas hoy están al frente de granjas grandes y familias acomodadas propias”. No obstante, muchos de los lugareños los veían como “gente ignorante que no podía hablar inglés”. Eso también suena familiar.
Leer “My Ántonia” más de un siglo después de su publicación es un recordatorio de la atemporalidad de las intolerancias estadounidenses, cuyo defensor más grande y peligroso se encuentra en la Casa Blanca.
Pero, de manera más poderosa, la novela de Cather es una historia de un país que puede superar el prejuicio. El abuelo del narrador ofrece ayuda a los desposeídos Shimerda, les perdona sus deudas, se olvida de las pequeñas querellas, los consuela en sus momentos de pena. Después de que el padre de Ántonia se suicida, él reza: “Que Dios perdone y ablande el corazón de cualquier hombre que haya sido negligente para con el forastero llegado a un país lejano”.
Es en esos momentos que “My Ántonia” nos educa en cuanto a lo que significa ser estadounidense: haber venido de alguna otra parte, con muy poco; ser conscientes, entre todos los adornos de prosperidad, de lo poco que tuvimos y que fuimos alguna vez; proteger y nutrir a aquellos recién llegados, sin importar de dónde, como si fueran nuestros propios ancestros inmigrantes, igual de asustados, igual de humildes e igual de decididos.
Ese es el “verdadero Estados Unidos” que los vapuleadores de inmigrantes de hoy, comenzando por el presidente, fingen venerar pero traicionan todo el tiempo. No hay que estar a favor de las ciudades santuario ni de la abolición del ICE para estar en el lado correcto del debate. Sin embargo, sí hay que reconocer que los inmigrantes más recientes tienen tanto derecho sobre el país y sus libertades legítimas como cualquier otro estadounidense. Eso ciertamente incluye a la representante de Minnesota Ilhan Omar, cuyos derechos deben defenderse con la misma fuerza con la que habría que oponerse a muchas de sus opiniones.
Que tengamos a un presidente que no cree en esto, y a un partido que continuamente cede a sus prejuicios, es una mancha en Estados Unidos. Podemos limpiarla recordando lo que realmente somos, comenzando por releer “My Ántonia”.