M. en A.D. Lisandro. A. Meza De los Cobos
Coordinador de la Licenciatura en Dirección de Empresas. Universidad Anáhuac
Hoy quiero hablar de recuerdos y bellos ratos, de momentos de infancia que me hacen añorar y obstruir el pasar del tiempo, instantes que pasan por mi retina al cerrar de los párpados, lluvias que bañan viejos ayeres y que con su inmortal encanto deleitan nuevamente el alma.
Ciudad colonial barroca, envuelta en misterio e historia, se adornaba al pasar de la gente entre sus calles adoquinadas, andadores que lucían majestuosos al contacto del astro sol o incluso al caer de la lluvia vespertina; plazas ceñidas con el eterno aroma de noche, llenas de folclor y pasión en cada cruce.
Domingo por la noche y el andar de la familia por tan magna ciudad comienza, pues la jornada ha sido extenuante; se ha cobijado entre pijamas de colores diversos, múltiples encuentros deportivos y el resumen deportivo de ‘Acción’ o alguna de las películas repetidas de Jean-Claude Van Damme transmitidas por el Canal 5; para ahora dirigirse a la calle Independencia, en esquina con Allende.
Perplejo me quedo al contemplar la construcción arquitectónica y artística de la orden de los agustinos, que enmarcada por su gloriosos retablos barrocos y columnas salomónicas, sirve de nicho para las más adorables esculturas en cantera de San Agustín, San Francisco, San Juan, Santa Mónica y Santa Rita; aunque tengo que aceptar que el admirar de su cúpula a lo lejos es lo que más me deja atónito, pues por su parte exterior se adorna con azulejos y se rodea por una banda de angelitos musicales que visten atuendos indígenas, haciéndome entender el motivo por el cual el sacerdote gusta tanto de cantar durante toda la ceremonia religiosa.
Subimos al carro y en la calle de Arteaga hacemos una parada rutinaria, pues el estómago está inquieto y mi madre cansada prefiere ya no tener que alimentar a tres voraces angelitos recién comulgados, aunque pareciera que el disfraz que más nos viste es el de diablitos.
Un (tamal) rojo y uno de dulce, acompañados de un refresco, son mi elección constante; no sin antes recibir un regaño por no querer el delicioso champurrado o atole de guayaba/fresa, que, a pesar de ser extremadamente sabroso, para el contreras de la familia la elección predilecta tenía que ser una sangría señorial.
Fin de semana con broche de oro, un domingo sencillo y nunca extravagante; pero siempre con un primoroso ritmo y sentimiento familiar, que ahora, varios quinquenios después, aún me deleitan y endulzan con el simple hecho de recordar y mirar el camino atrás.