Los Blanchet
Dentro de la enseñanza moral que recibimos desde pequeños figura la máxima de que quien la hace la paga, es decir, que aquel que obra mal, que hace daño a los demás, recibirá el castigo del Creador –o del Universo– en esta misma vida o después. Que existe una justicia divina de la que nadie escapa y que nos enjuiciará puntualmente al morir. Que la vida se trata de una mera justa, cuyo desempeño determinará nuestra salvación o condenación.
De lo que ocurra en el más allá, no cometería la osadía de opinar ni asegurar nada, pero de lo que ocurre en el más acá, me queda claro que dichas enseñanzas no son necesariamente ciertas.
Me explico. La famosa ley del karma, tal vez la más llamativa de ese puñado de leyes universales de las que se sigue escribiendo una gran cantidad de libros, es, dicho en otras palabras, la ley de las consecuencias, en virtud de la cual cada quien recibirá una respuesta del universo –a manera de enseñanza, como premio o castigo– a sus acciones. Sin embargo, en la realidad podemos atestiguar que esa justicia, ante acciones de la mayor bajeza, no ocurre como se esperaría y, en muchísimos y célebres casos, simplemente no se da.
Todos nos hemos preguntado alguna vez, llenos de coraje: ¿cuándo pagará tal o cual miserable todos sus crímenes? Fuera de las películas –en las que el karma casi siempre jala a todo mecate y los ‘malosos’ acaban muertos o en el bote–, en el mundo real vemos cómo genocidas y personajes de la peor calaña terminan sus días tranquilamente en su lecho de muerte sin haber pagado por uno solo de sus crímenes. Qué decir del más emblemático del siglo pasado: con el tiempo, las investigaciones están cada vez más cerca de concluir que Hitler no terminó sus días con el mentado suicidio en aquel día de la llegada de las tropas aliadas, sino que escapó a Sudamérica, donde continuaría activo junto con algunos de sus más fieles operadores. ¿Y la justicia divina, apá? ¿Es que no existe tal cosa o tenemos el concepto mal entendido?
Pues resulta que desde tiempos ancestrales, principalmente en el Lejano Oriente, se conoce el concepto de la polaridad, del equilibrio entre el positivo y el negativo, entre el bien y el mal, a partir de lo cual la oscuridad no solo es tan válida como la luz, sino que además es el catalizador principal para que ocurran todo tipo de cosas –concepto reforzado y analizado en obras modernas como ‘The Law of One’– y muy lejos del concepto moral occidental de que la maldad es una anomalía, una distorsión, una desviación del camino de la luz. Eso, entonces, explicaría y validaría el hecho de que un vulgar sátrapa, dictador, estafador, etcétera, se salga con la suya sin enfrentar una sola consecuencia de sus actos, como efectivamente se atestigua, con la justificada sospecha de que ellos probablemente ya lo saben.
El problema de aceptar esto así como así, y dejar a Dios o al Universo la encomienda de la aplicación de las consecuencias, es que, además de ser irresponsable, choca frontalmente con el concepto del orden en una sociedad cualquiera, en la que todos actúen con lógica y respeto hacia los demás y hacia el entorno natural que les alberga, y no que hagan lo que les venga en gana sin importar quien salga perjudicado, que es exactamente lo que ocurre al día de hoy en el aún inexplicable proceso de involución de nuestras sociedades.
El hecho de que en nuestro país se castigue efectivamente en un porcentaje irrisorio, cercano al cero, a la totalidad de los delitos, es indicativo de que retrocedimos al estatus de la ley de la selva, al punto más alejado de un Estado de derecho, algo que nadie hubiera visualizado al intentar futurear hace 50 años.
Es que para eso se crea el Estado: para proveer de seguridad y orden a una nación; y el orden implica que existan consecuencias a los actos con base en la ley, la Constitución, esa que algunos mandantes en turno se empeñan en alterar a su particular conveniencia. La Constitución y las leyes que de ella emanan son, pues, nuestra ‘ley de las consecuencias’ en el mundo concreto, que debe recobrar nuestro respeto y su total aplicación, más allá de solo celebrar sus aniversarios.
Del más allá, ya veremos.
5 DE FEBRERO
Para aquellos que no son queretanos, les comentamos que existe una importante vía de tránsito en la capital, que lleva por nombre 5 de Febrero en honor a la fecha en que se promulgó la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, y por ser Querétaro la ciudad en donde se firmó tan importante documento.
Cuando nos avecindamos en Querétaro, hace 22 años, la compañía que aseguraba nuestro automotor nos recomendó insistentemente evitar dicha avenida por ser peligrosa, dado que la gente manejaba irresponsablemente sin mantener su distancia y los choques por alcance con consecuencias fatales ocurrían a diario, y porque los tráileres circulaban como desenfrenados (nada comparado al tráiler de Soriana que soltaron los normalistas de Ayotzinapa y al que la alcaldesa Abelina López perdonó porque “iba solo”). Entendimos que la aseguradora nos lo advirtió porque cubrir automóviles que circulaban por esa vía no era negocio para ellos.
En días pasados, habiendo sido sede de tan importante fecha, no pude evitar relacionar lo que en ese entonces solía ser la “la 5 de Febrero” con lo que hoy significa la Constitución Mexicana. Nadie la respeta, cada quien toma el carril que quiere a la velocidad que le conviene, los choques traen al país de cabeza y nadie paga las consecuencias.
Estos pensamientos depresivos (ya tomé Prozac) me vinieron a la mente porque, justo el pasado sábado 5, tenía la intención de levantarme tarde, pero desafortunadamente muy temprano comencé a escuchar ruidos que estremecían mi casa sin parar. Me levanté, me asomé a la ventana y descubrí que helicópteros, avionetas y hasta un ovni pasaron por encima de mi morada. Inmediatamente grité “WTF?”. Marido de inmediato saltó de la cama, se percató de lo que ocurría y sin mayor preocupación regresó al lecho diciendo: “No te preocupes; vienen al acto del Teatro de la República. Viene el presidente”. Yo contesté: “¿Y a mí qué? Ve qué escándalo. No son horas de llegar, ni que fueran las mañaneras”.
Un clima frío recibió a la comitiva. Las noticias mostraban caras conocidas que posaban derechitas en espera del gobernador y el presidente de la República. De repente, no supe si estaba contemplando un evento oficial o dos películas. La primera cuando aparece Claudia Sheinbaum, (quien siempre me recuerda a Maléfica) y después cuando apareció Lorenzo Córdova, como todo un ‘jedi’ rodeado de algunos ‘padawanes’, que incomodaría a Darth Vader con su presencia en el santuario de la República.
Me encanta Querétaro, siempre con las cosas más inesperadas.
Le recordamos que tenemos una cita aquí el próximo jueves…para echarnos otro caldito.
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