Mateo: 21, 33-43
En aquel tiempo, Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo esta parábola: “Había una vez un propietario que plantó un viñedo, lo rodeó con una cerca, cavó un lagar en él, construyó una torre para el vigilante y luego lo alquiló a unos viñadores y se fue de viaje.
“Llegado el tiempo de la vendimia, envió a sus criados para pedir su parte de los frutos a los viñadores; pero estos se apoderaron de los criados, golpearon a uno, mataron a otro, y a otro más lo apedrearon. Envió de nuevo a otros criados, en mayor número que los primeros, y los trataron del mismo modo.
“Por último, les mandó a su propio hijo, pensando: ‘A mi hijo lo respetarán’. Pero cuando los viñadores lo vieron, se dijeron unos a otros: ‘Este es el heredero. Vamos a matarlo y nos quedaremos con su herencia’. Le echaron mano, lo sacaron del viñedo y lo mataron.
Ahora díganme: cuando vuelva el dueño del viñedo, ¿qué hará con esos viñadores?”. Ellos le respondieron: “Dará muerte terrible a esos desalmados y arrendará el viñedo a otros viñadores, que le entreguen los frutos a su tiempo”.
Entonces Jesús les dijo: “¿No han leído nunca en la Escritura: La piedra que desecharon los constructores, es ahora la piedra angular? Esto es obra del Señor y es un prodigio admirable
Por esta razón les digo que les será quitado a ustedes el Reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos”.
Reflexión
La viña y los viñadores
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
Al escuchar esta parábola de los viñadores asesinos, nos acordamos de las palabras de Jesús en San Juan: “Yo soy la vid y Uds. las ramas… Si alguna de las ramas no produce fruto, mi Padre la corta.” (Jn 15,1 ss)
Pero todos los oyentes de Jesús pensaron inevitablemente en otro texto de las Sagradas Escrituras: el cántico de la viña, del profeta Isaías, que hemos escuchado en la primera Lectura de hoy (Isaías 5, 1-7).
Dios sigue un plan a través de la historia. Pero no se trata de un designio que Él va ejecutando en contra de la oposición de los hombres. Sino que es un impulso que le brota del corazón, una invitación de amor y de paz que Él dirige a los hombres – a pesar de sus infidelidades y de sus culpas.
Dios sueña con una Alianza entre Él y su pueblo. Él quiere volcar sobre los hombres todo su cariño y su bondad de Padre. Y espera, entonces, que sus dones produzcan frutos dignos del donante: que esos hombres se amen como Él los ha amado.
De esta forma, el amor, la justicia y la misericordia irán invadiendo el mundo, progresivamente. Y algún día la presencia de Dios se hará visible y sensible entre los hombres reconciliados en su nombre. Entonces habrá llegado el Reino de Dios en su plenitud.
Por mucho tiempo, el pueblo Israel creyó que él mismo sería el germen de aquel Reino. Se sentía escogido, preparado por su ley, cultivado por los profetas. Israel se complacía en hacer de su elección una propiedad inalienable, una superioridad orgullosa, un privilegio hereditario.
Ya Juan el Bautista los había sacudido con fuerza al decirles que Dios era capaz de sacar hijos de Abraham de las mismas piedras.
Jesús sigue adelante y confirma esta amenaza anunciando que la viña se les quitaría para confiarla a otros viñadores mejores. Los judíos habían creído que eran ellos la viña. Pero Jesús les dice que eran solo unos viñadores asesinos, y que la verdadera viña es el Reino de Dios. Y ese Reino se inicia y se hace presente en la persona de Jesús.
Jesús mismo es, en la parábola, el Hijo que viene el último y con quien se va a acabar la historia de Israel. Ya no les enviarán más profetas y el Reino pasará a otros.
¿Y a quién será confiado el Reino? ¿A los paganos? ¿A los cristianos? ¿A la Iglesia? Tengamos cuidado, no sea que nos portemos como Israel y que nos creamos propietarios de una Alianza, herederos de una amistad.
El único pueblo que el señor reconoce como suyo es “un pueblo que produzca frutos”.
Con esta definición nos vemos tan cuestionados como los interlocutores de Jesús, que se indignaron como nosotros de semejante suposición.
¿Tratamos acaso nosotros mejor a los profetas? Y la segunda llegada del Señor, ¿nos encontrará más fieles, más vigilantes, más abiertos que al Israel de la primera venida? ¿Cuáles son los frutos que podremos entregarle al dueño de la viña?
Queridos hermanos, escuchemos esta parábola, no como la condenación de los otros, sino como un examen de nuestra conciencia.
Escuchemos a Jesús anunciar su muerte sin quejarse, preocupado únicamente de prevenir a sus oyentes de las consecuencias terribles que puede tener para ellos su obstinación.
¿Acaso podemos estar seguros de que no nos conciernen también a nosotros sus advertencias, y que no va a repetirse con nosotros la misma historia?
Hermanos, reflexionemos en un momento de silencio sobre ello.
MT