Los Blanchet/Caldo de cultivo
Nunca me enseñaron a pensar. Por lo menos formalmente. Sin afán de menospreciar la educación que recibí en casa y en las escuelas a las que asistí de niño, -escuelas públicas todas ellas, de gratísimo recuerdo-, una de las asignaturas que siempre hizo falta fue, desde la edad infantil, la del desarrollo del pensamiento, ubicarnos a nosotros mismos como seres pensantes para, a partir de ello, identificar las capacidades de nuestra mente, adentrarnos en los tipos de pensamientos que espontáneamente generamos a partir de los estímulos externos, con el fin de contextualizarlos y seleccionar los más adecuados para cada situación, desechando los que nos desvían de la resolución de un problema real o de la actividad creativa que exige un resultado, es decir, deshacernos de los pensamientos negativos que tarde o temprano se vuelven contra nosotros.
Analizar las situaciones externas de la manera más objetiva posible para tomar decisiones que den el resultado más favorable a través de un proceso crítico y analítico, de valoración de los posibles resultados con sus bemoles o efectos secundarios. Pensárselo dos o más veces antes de actuar, antes de echarlo todo por la borda con un exabrupto emocional. Discernimiento para crearnos nuestro propio y particular esquema mental como imagen de la realidad y así decidir por nosotros mismos qué tiene posibilidades de ser cierto e incorporarlo a nuestro esquema, o bien desecharlo, y no limitarse a creer en lo que la abuelita o el tío creen, sólo porque son mayores. Que nos enseñaran a pensar, pues.
Sí, en la escuela nos enseñaron materias, conocimientos, algunos de ellos ya desechados por el avance mismo de la ciencia, otros reconfirmados por ella. En casa nos enseñaron valores y en la iglesia, dogmas como ‘verdades’ que no deberían ser discutidas ni analizadas, sólo creídas. Más tarde nos llegan los dogmas de naturaleza socio-económico-política, que nos inician en el arte de la polarización, -que se nos quedará mientras vivamos- y cuyos resultados extremos continuamos viendo hasta hoy, atizados por las mentes cortas, pero violentas.
Para complicarlo aún más, debemos reconocer nuestra naturaleza híbrida. El ser humano ha sido descrito desde la antigüedad como un complejo cuerpo-mente-espíritu, razón por la cual es imposible que mantengamos una sola ruta: el cuerpo habla cuando tiene hambre, sed, está cansado o le llega el ímpetu reproductivo. O simplemente está enfermo y no quiere saber de nada. La mente es infinitamente más complicada, ya que está integrada por una parte consciente, una subconsciente y otra inconsciente. Finalmente, el espíritu pareciera actuar tras bambalinas, opacado en lo inmediato por los ímpetus de los otros dos.
¿A cuál deberíamos darle la prioridad o qué situaciones específicas ameritan darle juego sólo al pensamiento lógico, cuándo a la emocionalidad (parte fundamental nuestra), y cuándo a la sabiduría, la compasión y la empatía? No hubiera estado mal aprenderlo a edades tempranas y de acuerdo a cada etapa del desarrollo. La civilización humana que tanto presumimos, -pero que en realidad sigue siendo una jungla primitiva-, sería muy diferente si sus integrantes, sobre todo sus gobernantes, actuáramos con base en pensamientos lógicos y claros, encaminados al bien común y al propio, y libres de arrebatos de emocionalidad negativa. Parece mentira que, en pleno siglo XXI, gran parte de los países americanos sean gobernados por individuos irracionales, apoyados y hasta defendidos por masas de la misma naturaleza. Increíblemente, en el gigante del Norte las cosas no son diferentes y ya se prepara para regresar al poder el patán anaranjado, lo que demostraría que su emblemático Partido Republicano sigue siendo incapaz de postular candidatos medianamente respetables.
Se dijo que el estrés era el mal del Siglo. Estos escribidores dirían que, lastimosamente, la irracionalidad es el mal de este y de todos los siglos. Amén. Nunca será tarde para aprender a pensar.
Acuérdate de Acapulco
Agustín Lara se volvería a morir si viera en lo que se convirtió y a lo que se redujo su adorado e inspirador puerto, donde ahora sólo queda el recuerdo. Si Acapulco hablara, el mundo entero se pondría a temblar. Desde los años 50’s, personajes importantes y mundialmente reconocidos han visitado esa hermosa bahía, cada uno dejando huella y muchos de ellos hasta un buen chisme. Las historias más románticas, desenfrenadas y otras más llenas excesos, se han dado en ese lugar. Verdaderamente, quien no conoce Acapulco, no ha vivido.
Podemos apostar alocadamente que el 85% de la población mexicana fue concebida ahí. Para millones de personas, entre los años 50’s y 80’s, llegar hasta esas playas era la experiencia más anhelada, ya fuera por avión o por tierra en aquellos carros lujosos (los pudientes), y para los más osados y de a pata, en un “Vocho”, habiendo hecho la escala de rigor por las quesadillas de Tres Marías y el mirador de Cuernavaca.
Los lugares emblemáticos a visitar según la época y la solvencia económica eran: La costera Miguel Alemán, Caleta y Caletilla, la Quebrada, el Burro de la Roqueta, el Cici, el Baby’O, y el recorrido por la zona “chic”, por mencionar algunos. Tampoco se podía dejar a un lado la subida al “parachute”, donde a todos, al momento de la elevación o la arrastrada por la arena, -según la masa corporal-, nos pasaron a agarrar el “arrière” de manera ventajosa. Muchas mujeres soñaban con encontrar el amor con un lanchero tipo Andrés García, Jorge Rivero, o de perdis, ‘el Brody’ Jorge Campos.
Y a los buenos cristianos no podía faltarles el paseo en la lancha con cristal para ver a la Virgen en el fondo del mar, persignarse y pedirle perdón por los pecados cometidos durante la estancia en Aca.
El lema era: Acapulco es Acapulco y como en la Vegas, lo que pasaba ahí, ahí se quedaba.
Pero, ¿qué pasó? ¿Por qué se perdió todo eso? Acapulco desde hace muchos años ha sufrido un deterioro social, económico y político que lo ha llevado a ponerlo en el ojo del huracán de la crítica y el señalamiento. Después de haber estado siempre en el radar como uno de lugares más paradisiacos de este planeta, pasó a ser parte de la estadística de la inseguridad y la descomposición.
La oscura y retrógrada ingobernabilidad se apoderó del territorio y su debacle fue inevitable. Aun así, la gente no dejaba de visitar el lugar porque, dentro de todo, quedaba algún residuo de magia. Pero lo que definitivamente no se veía venir, aunque en el gobierno sí lo sabían y no se les dio la gana alertar y prepararse, fue la llegada de Otis y el terror de quedar literalmente dentro del ojo del huracán.
Acapulco ya había recibido los embates de los huracanes Paulina y Manuel, de los que de una u otra manera pudo salir porque no fueron de la magnitud de Otis y porque en esos tiempos existía un FONDEN, algo de materia gris, compasión y estructura en el gobierno estatal y federal. Se entiende que ante la fuerza de la naturaleza hay poco qué hacer, y esta vez no tuvo piedad. Somos seres tan minúsculos, que más nos vale que estos eventos nos agarren confesados, o por lo menos avisados, para salvar lo único valioso, que es la vida.
Le recordamos que tenemos una cita la próxima semana aquí…para echarnos otro caldito.
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