San Mateo 25, 31-46
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Cuando venga el Hijo del hombre, rodeado de su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria. Entonces serán congregadas ante él todas las naciones, y él apartará a los unos de los otros, como aparta el pastor a las ovejas de los cabritos, y pondrá a las ovejas a su derecha y a los cabritos a su izquierda.
“Entonces dirá el rey a los de su derecha: ‘Vengan, benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo; porque estuve hambriento y me dieron de comer, sediento y me dieron de beber, era forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, encarcelado y fueron a verme’. Los justos le contestarán entonces: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o encarcelado y te fuimos a ver?’. Y el rey les dirá: ‘Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron’.
“Entonces dirá también a los de la izquierda: ‘Apártense de mí, malditos; vayan al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles; porque estuve hambriento y no me dieron de comer, sediento y no me dieron de beber, era forastero y no me hospedaron, estuve desnudo y no me vistieron, enfermo y encarcelado y no me visitaron’.
Entonces ellos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, de forastero o desnudo, enfermo o encarcelado y no te asistimos?’. Y él les replicará: ‘Yo les aseguro que, cuando no lo hicieron con uno de aquellos más insignificantes, tampoco lo hicieron conmigo’. Entonces irán éstos al castigo eterno y los justos a la vida eterna”.
Reflexión
El juicio final
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
El Evangelio de hoy que acabamos de escuchar nos presenta la visión del juicio final, al comienzo del relato nos sentimos transportados a una atmósfera celestial, en medio de los ángeles, delante de un trono, rodeado de la gloria divina. Pero después viene el choque de ese realismo brutal con que se lleva a cabo el juicio. De pronto nos vemos despedidos del cielo a la tierra, del espiritualismo a la encarnación. La sorpresa es profunda y general. Los justos como los condenados, protestan: “¿Cuándo te hemos visto…?”
Nunca terminaremos de meditar estas verdades tan extrañes. Jesús nos avisa de antemano que no seremos juzgados por nuestras prácticas religiosas: no nos preguntarán si hemos rezado, si hemos profetizado, si hemos asistido a charlas, retiros o reuniones de grupo. El juicio final no se basará en la cantidad de nuestras comuniones, de nuestras misas dominicales, de nuestras confesiones. Toda esa intimidad aparente con Jesús no nos impedirá ser puestos a la puerta del Reino. No seremos interrogados sobre lo que hicimos frente a Dios, sino sobre lo que hicimos frente a los demás.
Cristo se identifica aquí plenamente con los pequeños, pobres y humildes. En ellos, Dios está a nuestro alcance, para que podamos amarlo y servirlo. “Cuando lo hicieron con uno de estos mis hermanos, conmigo lo hicieron”. Él está allí, a nuestro lado, con mil rostros distintos. Pero nosotros, ciegos, duros, egoístas y negligentes, no sabemos verlo, peor todavía, no queremos verlo. Lo dejamos ir y, tal vez, hasta lo despreciamos. Provocamos su justicia con
nuestra injusticia y falta de solidaridad. “Cada vez que no lo hicieron con uno de estos mis hermanos, conmigo no lo hicieron”.
Si la solidaridad fraterna es la única garantía para entrar en su Reino, entonces no nos queda otro camino que buscar el rostro de Cristo en el rostro de nuestros hermanos que sufren. Y cuando lo descubrimos, tenemos que acogerlos y ayudarles, como lo haríamos con Jesús mismo.
Y así ningún cristiano puede permanecer tranquilo en el país, mientras que haya niños que no tienen que comer, jóvenes sin posibilidad de instruirse, adultos que carecen de trabajo, ancianos pasando los últimos años de su vida en una resignada desesperación. Porque en cada uno de estos rostros se refleja nuestro Señor. Porque en cada uno de estos hermanos necesitados nos sale nuestro Dios al encuentro.
Queridos hermanos, renovemos por eso en este domingo de Cristo Rey no solo nuestro amor al Señor, sino también nuestra entrega generosa a los hermanos, sobre todo a nuestros hermanos pobres, desamparados y marginados. Y entonces nos esperará, al final de nuestra vida, la invitación del Juez divino: “¡Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo!”
MT