Marcos: 1, 1-8
Este es el principio del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. En el libro del profeta Isaías está escrito: He aquí que yo envío a mi mensajero delante de ti, a preparar tu camino. Voz del que clama en el desierto: “Preparen el camino del Señor, enderecen sus senderos”.
En cumplimiento de esto, apareció en el desierto Juan el Bautista predicando un bautismo de conversión, para el perdón de los pecados. A él acudían de toda la comarca de Judea y muchos habitantes de Jerusalén; reconocían sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.
Juan usaba un vestido de pelo de camello, ceñido con un cinturón de cuero y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Proclamaba: “Ya viene detrás de mí uno que es más poderoso que yo, uno ante quien no merezco ni siquiera inclinarme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”.
Confesión, sacramento de amor y alegría
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
El Evangelio que acabamos de escuchar, nos anuncia la proximidad del Señor. Y como preparación a su venida en Navidad, el Bautista nos proclama la necesidad de la penitencia y de la conversión, para el perdón de los pecados. En este tiempo de Adviento, también nosotros debemos renovar nuestra conversión: cambiar nuestra vida, volver a Dios. Y la mejor expresión de esta actitud es la confesión.
El sacramento de la confesión
Quiero invitarles a reflexionar, un momento, sobre el sacramento de la confesión, la reconciliación. Conocemos todos la palabra de Jesús: “Os digo que habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia” (Lc 15,7). Por eso, la confesión es el sacramento que produce la mayor alegría en el cielo, porque se alegra más por un solo pecador que se confiesa, que por 99 justos que se creen dispensados de ella.
Pero, por desgracia, no sucede lo mismo en la tierra: a pocos les gusta ir a confesarse; pocos se alegran por ello. En los tiempos de Cristo, las cosas eran totalmente distintas. Recordemos como en el Evangelio el perdón terminaba, muchas veces, en un banquete: Zaqueo, sorprendido sobre el árbol, le prepara, lleno de alegría, una fiesta. Mateo, el publicano, cierra su oficina de tributos, invita a sus colegas y celebra un banquete. El Padre del Hijo pródigo mata el ternero cebado para festejar así la vuelta de su hijo.
Gracias a Jesús, todas las faltas se convertían en faltas benditas, a causa del amor con que Él sabía perdonarlas. Era necesario ser Dios para perdonar de aquella manera, para que la falta cometida causara amor y alegría.
Sólo Dios sabe hacer de su perdón un recuerdo luminoso. Se encuentra tan feliz perdonando, que los pecadores ya no se sienten disgustados, sino alegres, comprendidos, útiles.
Jesús vino a este mundo solo para curar y salvar a los pecadores. A ellos consagró todo su tiempo, su energía y su amor. Él mismo nos dice: “No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos; no vine a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
(Mc 2,17) Lo mismo pasa con un niño: mientras no ha estado enfermo, ignora hasta qué punto lo ama su madre. Pero cuando el niño está en cama, su madre tiene el gozo de poder gastar, por fin, toda su reserva de amor.
Dios también es así. Cuando estamos enfermos, cuando nos sabemos y reconocemos pecadores, entonces Dios puede mostramos su amor, su alegría de cuidarnos y curarnos. Cuando estamos bien de salud, corremos tan de prisa que Dios no puede alcanzamos. Pero cuando un día entramos en el confesionario, Dios dispone, por fin, de la ocasión propicia para explicarnos cómo nos ama.
Dos títulos ante Dios.
Un pensamiento del Padre Kentenich, fundador del Movimiento Apostólico de Schoenstatt, que dijo muchas veces, en sus últimos años de vida: Todos tenemos dos títulos ante Dios. Uno es el de la MISERICORDIA de Dios, con la cual podemos contar siempre. El otro es el de la POBREZA personal. Porque Dios no puede resistir la debilidad de sus hijos, si la conocen y reconocen. No puede negarse cuando ve al hombre afligido por su pobreza.
Esto es entonces la confesión: el descubrimiento de que Dios nos ama y de que su amor puede transformar toda nuestra existencia. Así nos revela un amor, una vida, una alegría muy superior a nuestros pecados, y que nos permiten prescindir de ellos. Si no fuera de este modo, ¿qué otra cosa más podríamos hacer que comenzar a pecar de nuevo?
Eso es lo que Dios nos dice cuando nos confesamos: que nos ama, que nos perdona, que se alegra de absolvernos. Él nos dice incansablemente, que seguimos siendo sus hijos muy amados y que, a pesar de todo, Él sigue poniendo en nosotros su complacencia y su esperanza.
MT