David Brooks
Así que al parecer Donald Trump quiere hacer que esta elección se trate del significado de ser estadounidense. Tiene su propia visión de lo que implica ser estadounidense, y está desafiando al resto de nosotros para que ideemos una mejor.
En la versión de Trump, ser estadounidense se define mediante tres premisas. Primera: ser estadounidense es ser xenofóbico. La narrativa básica que cuenta es que las buenas personas del núcleo nacional están bajo asedio por parte de extranjeros, elitistas y forasteros. Segunda: ser estadounidense es ser nostálgico. Los valores de Estados Unidos eran mejores en algún pasado dorado. Tercera: un verdadero estadounidense es blanco. Los protestantes blancos crearon este país; todos los demás están aquí gracias a su sufrimiento.
Cuando observas el ideal que sostiene Trump sobre Estados Unidos te das cuenta de que contradice el ideal tradicional estadounidense en todos los aspectos. De hecho, la historia nacional de Trump se acerca mucho más a la historia nacional rusa que a la nuestra. Es una ideología extranjera que está tratando de sembrar en nuestro territorio.
La visión de Trump es radicalmente antiestadounidense.
El verdadero ideal de Estados Unidos no tiene que ver con ser xenofóbico, nostálgico o racista; es pluralista, orientado al futuro y universal. Estados Unidos es excepcional precisamente porque es el único país del planeta que se define por su futuro, no su pasado. Estados Unidos es excepcional porque desde el principio sus ciudadanos creyeron en ser parte de un proyecto que tendría implicaciones para toda la humanidad. Estados Unidos es excepcional porque fue un país iniciado con un sueño de adoptar toda la diversidad y volverla una unidad: e pluribus unum.
Los puritanos se asentaron en este continente con visiones de crear una ciudad del futuro en una colina. Tenían sueños escatológicos de completar el plan de Dios para esta Tierra. Para la época de la revolución, se entendía con certeza que Estados Unidos era la tierra del futuro, la nación vanguardista que guiaría a toda la humanidad a un futuro digno y democrático.
“Siempre consideré el establecimiento de Estados Unidos con reverencia y asombro”, declaró John Adams, “como el comienzo de un gran escenario y diseño en la providencia, para la iluminación del ignorante y la emancipación de la parte esclava de la humanidad en todo el planeta”.
La vida estadounidense es muy estridente y dinámica porque la gente se siente inspirada por visiones de crear un cielo en la Tierra. Como lo dijo George Santayana, los estadounidenses a menudo no hacen una distinción entre lo sagrado y lo profano. Al construir la riqueza material, creen que están creando un país que redimirá a la humanidad, que se convertirá en la última gran esperanza de la Tierra.
Este sentido de propósito a menudo ha vuelto arrogantes a los estadounidenses, y algo peligrosos de tener cerca. Pero también nos ha vuelto ansiosos. El país fue construido en medio de un lamento de jeremiadas: la providencia nos encargó una misión de servirle a todo el planeta pero, nosotros, por nuestra avaricia y nuestros pecados, ¡estamos acabando con él! “¡Ay, mi país! En ti está la esperanza razonable de la humanidad no realizada”, se lamentó Ralph Waldo Emerson.
No obstante, la misión estadounidense superó sus fracasos. Herman Melville recapituló esta filosofía en su novela “White Jacket”: “Dios ha predestinado, la humanidad espera, cosas grandiosas de nuestra raza; y cosas grandiosas sentimos en nuestra alma. …Somos los pioneros del mundo; la guardia de avanzada, enviada a la naturaleza de terrenos vírgenes, para abrir un nuevo sendero”.
Una y otra vez, los estadounidenses han escuchado un llamado para incursionar en nuevas fronteras, para diseñar una democracia, para crear un nuevo tipo de estatus democrático, para calmar a Occidente, para industrializar, para liderar nuevas tecnologías, para explorar el espacio, para combatir los prejuicios, para luchar contra el totalitarismo y extender la democracia. La misión siempre fue la misma: saltar al futuro, darle forma y sentido a la vida ampliando las oportunidades y la dignidad de todas las razas y las naciones.
Este ideal estadounidense no es un prejuicio resentido; es una fe y un sueño. El historiador Sacvan Bercovitch lo dijo de mejor manera: “Solo ‘Estados Unidos’, de todas las designaciones nacionales, adoptó la fuerza combinada de la escatología y el chovinismo. Muchas formas de nacionalismo han aspirado a la promesa de redimir el mundo; muchas sectas cristianas han buscado, en herejía expresa o secreta, encontrar lo sagrado en lo profano; muchos protestantes europeos han vinculado el trayecto del alma y el camino a la riqueza.
“Pero solo la ‘manera estadounidense’, de todas las simbologías modernas, ha logrado evitar las contradicciones inherentes en estos enfoques. De todos los símbolos de identidad, solo el ‘estadounidense’ ha logrado unir lo nacional con lo universal, el ser cívico con el ser espiritual, la historia sagrada y la secular, el pasado del país y el paraíso que será, en un solo ideal trascendental”.
La campaña de Trump es un ataque contra ese sueño. La respuesta adecuada es esforzarse aún más por ese ideal. La tarea que tenemos ante nosotros es crear la democracia masiva más diversa en la historia del planeta, una verdadera nación universal. Es preciso unir las fisuras sociales que Trump quiere desgarrar.
Los estadounidenses siempre han estado divididos respecto de su origen, pero unidos en su visión de un futuro conjunto. Han estado unidos por la visión de crear un hogar pluralista del que todos puedan ser parte y en el que puedan ser visibles. O como lo escribió Langston Hughes: “Estados Unidos nunca fue Estados Unidos para mí / Y aun así proclamo este juramento / ¡Estados Unidos seguirá existiendo!”.