El hombre que se firmaba como “indignísimo sacerdote”, el que despreció la vida mucho más cómoda de docente en su tierra natal, el que caminó a pie de Veracruz a la Ciudad de México, el que fundó misiones (lo mismo en la Alta California que en las profundidades de la Sierra Gorda), el hijo de padres analfabetas, es ya, desde el pasado 28 de agosto, considerado Santo por la Iglesia católica.
Mucho hemos oído los queretanos, desde siempre, de Fray Junípero Serra y de su paso por el norte de nuestra entidad. Le hemos develado estatuas y admirado los prodigios de esas cinco misiones barrocas, enclavadas entre montañas, que sincretizan maravillosamente la iconografía religiosa con la forma de ver indígena.
Quien haya podido admirar las fachadas de Tilaco, de Tancoyol, de Landa, de Concá y de Jalpan, no habrá dejado de sentirse admirado de lo desbordante y rico de sus historias hechas piedra, de cara a una naturaleza aún impresionante.
Miguel José Serra Ferrer, que tal era el nombre de Fray Junípero antes de ordenarse franciscano, nació en Petra de Mallorca cuando no hacía mucho había iniciado el siglo dieciocho, una centuria en la que viviría arriba de los setenta años. Era hijo de padres analfabetas, pero él, gracias a su incursión en el convento, se volvió doctor en Filosofía y en Teología, luego de haberse convertido en fraile a los dieciséis años.
Una aventurera pasión espiritual tenía en la sangre, sin lugar a dudas, cuando decidió trocar su vida como maestro de futuros frailes y cruzar el Atlántico, con un conato de naufragio incluido, en una aventura de casi cien días. Lo reafirmó cuando decidió emprender la travesía de Veracruz a la Ciudad de México a pie, lo que le acarrearía una lesión en una pierna, una picadura de algún insecto, se dice, que lo acompañaría el resto de su vida.
En el ecuador de aquel siglo dieciocho, el fraile franciscano aceptó gustoso dedicarle casi una década a los indígenas apostados en la ríspida región de la Sierra Gorda, emprendiendo una difícil tarea en la que ya otros habían fracasado.
De aquella, su aventura misionera que acompañaba con la enseñanza de diversos trabajos cotidianos –la ganadería, la agricultura, el tejido, entre otros-, nos queda la maravilla de esos cinco templos que hoy son considerados Patrimonio de la Humanidad.
Tras un infructuoso deseo de evangelizar en territorio apache, emprendió la segunda gran aventura de su vida, lanzándose a la Alta California, donde fundó otras nueve misiones. Tal fue la dimensión de su paso por aquellas tierras, hoy estadounidenses, que su figura luce para la posteridad como estatua en el Capitolio, en la capital de los Estados Unidos.
Por lo admirable de su vida es que resultan sorpresivas las protestas que en Estados Unidos se han dado ante su colocación en los altares. Protestas que han llegado incluso a vandalizar su tumba. Dicen, quienes estuvieron en contra de la canonización, que Junípero formó parte esencial de aquellos que, al llegar a esas californianas tierras, en nombre del Dios y del Rey de España sometieron y abusaron de los indígenas de la zona.
Yo no sé –no soy quien para saberlo- si Fray Junípero Serra merezca ser Santo. Lo que pienso es que fue un hombre de entregada convicción a lo que creía, y que en ese empeño entregó la vida.
Fue un personaje insustituible de su tiempo y sus circunstancias, que luchó firme y pasionadamente por lo que creía. Le agradezco enormemente su paso por Querétaro y su legado barroco. Y es que San Junípero Serra es también, desde hace unos días, un santo queretano.
Por: Manuel Naredo