La decisión del miércoles 18 de diciembre de someter a Donald Trump a un juicio político no fue ni una sorpresa ni un punto de inflexión
Paul Krugman
La decisión del miércoles 18 de diciembre de someter a Donald Trump a un juicio político no fue ni una sorpresa ni un punto de inflexión. Desde hace semanas hemos sabido que la Cámara de Representantes iba a votar a favor del juicio político.
También sabemos, con el grado de certeza que se puede tener en la política, que un Senado controlado por los republicanos no declarará culpable a Trump ni lo retirará del cargo; puede que ni siquiera simule considerar la evidencia. Así que será fácil tomarse todo el asunto con cinismo.
Sin embargo, no se sintió así. En mi caso, y sin duda para millones de mis conciudadanos, el miércoles fue un día muy emotivo, un día de esperanza y desesperanza a la vez.
Las razones de la desesperanza son evidentes. Podríamos perder muy fácilmente todo aquello que se supone que Estados Unidos representa. La cuna de la libertad bien podría estar a meses de abandonar todos sus ideales.
No obstante, también hay motivos de esperanza.
Resulta que los enemigos de la libertad son tan desvergonzados y corruptos como en otras naciones, desde Hungría hasta Turquía, en las cuales la democracia ha colapsado en la práctica, pero los defensores de la democracia estadounidense parecen más unidos y decididos que sus homólogos en el extranjero. La gran interrogante es si esa diferencia –ese verdadero excepcionalismo estadounidense– será suficiente para salvarnos.
Retrocedamos un poco y preguntémonos qué hemos aprendido sobre Estados Unidos en los últimos tres años.
Nunca hubo duda de que Trump abusaría de sus poderes; desde el comienzo dejó claro su desprecio por el Estado de derecho y su intención de aprovechar su cargo para obtener beneficios personales. Sin embargo, durante un tiempo, fue posible imaginar que al menos parte de su partido defendería los principios democráticos.
Pero eso no fue así. Lo que vimos el miércoles fue un desfile de aduladores comparando a su líder con Jesucristo, mientras soltaban una perorata relacionada con teorías conspirativas desacreditadas provenientes directo del Kremlin. Mientras lo hacían, el objeto de su adoración estaba pronunciando un discurso interminable, inconexo y al estilo de un dictador del tercer mundo, lleno de mentiras, que viraba entre la grandiosidad y la autocompasión, intercalado con quejas sobre cuántas veces tiene que tirar la cadena de su baño.