La forma de comunicar la política en México ha venido de más a menos. Hemos transitado de la narrativa inteligente y del relato ingenioso que motivaba la visualización de escenarios, al discurso de la ofensa, a la descalificación directa y a la banalización total de la función pública en las redes sociales.
Si bien es cierto que la comunicación política es entendida como el intercambio y comparación de posturas, propuestas, contenidos y mensajes de interés público que producen el sistema político, los medios de comunicación y los ciudadanos; los límites útiles y éticos de esta confrontación multidireccional se han roto.
Desde el Poder Ejecutivo, las únicas dos voces resonantes utilizan, en los medios y redes sociales, un discurso de polarización, confrontación, ataque directo e incluso de ridiculización del oponente. Las alocuciones están compuestas de adjetivos calificativos.
Desacreditar a la persona que piensa diferente está más cerca de considerarse como táctica de despiadado ataque en la arena electoral, muy lejana a una comunicación de gobierno que garantice el derecho a la información de los ciudadanos a saber lo que hacen sus autoridades y a la rendición de cuentas.
En el terreno legislativo, la lógica del debate político de las ideas, con datos y razones, con representatividad y vocería de los electores se agota cada día más. Hoy, lo emocional, lo ofensivo, lo más estridente, lo que más llame la atención y falte más al respeto a las y los otros legisladores, a las instituciones o al Ejecutivo… remplaza su lugar.
Es más frecuente escuchar y ver en el Congreso legisladoras y legisladores que dedican canciones ofensivas al rival o que con pancartas insultan a todos a su paso.
Se ha olvidado que la comunicación legislativa es representar los intereses de alguien más y no la creación de parodias de ellas o ellos mismos.
De las máscaras de cochino que criticamos en décadas anteriores, hoy transitamos a carros de supermercado en tribuna, a legisladores enfundados con la camiseta de la selección mexicana de futbol festejando la aprobación del presupuesto o expresidentes del máximo órgano legislativo aplaudiendo el pateo de un balón a lo largo y ancho del recinto parlamentario. Se quedó en el anecdotario el discurso audaz y de altura tanto de opositores como oficialistas.
Desde el ámbito judicial, las cosas no son tan diferentes. Los indicadores de percepción de un acceso a la justicia pronta, imparcial y expedita son semáforos encendidos de color rojo. Diversos estudios nacionales e internacionales subrayan esta alarma.
No obstante, sí hay cabida para el uso de herramientas digitales para la autopromoción personal disfrazada de estrategia de vinculación y acercamiento a la sociedad.
Institucionalmente, mucho se podría hacer en el terreno digital, sin duda, pero enfocarlo a un solo personaje del Poder Judicial con bailes, chistes y canciones, suena y luce a toda lógica trivial, más aún cuando se defiende esta acción, en pluma propia, en editoriales periodísticos.
Los gobiernos locales transitan por la misma vía. Informes de gobierno cargados de autoelogios, de producciones espectaculares, de masificación de ‘spot’ vía pago de publicidad con la imagen personal y vanidosa de quien gobierna.
Se usan para todo propósito las conferencias de prensa de los mandatarios locales, como copia fiel de la difundida en el Palacio Nacional, pero no para ofrecer información útil socialmente, sino para la descalificación.
Se aprovechan los espacios para atacar y contraatacar al rival o al compañero incómodo, pero no para sensibilizar a la población de los asuntos del ámbito local. Para algunos, el difundir la fotografía con el papa Francisco es sinónimo de comunicar.
Las alcaldesas confrontan a los medios. Los columnistas amenazan con demandas por sentirse vulnerables. Se habla más del escándalo de unos y otros que de acciones de política pública que memorar.
Habrá quien diga que esto es lo que dicta la estrategia, lejos de que haya razón.
El Legislativo es hoy uno de los tres poderes con peor imagen y reputación. Las y los diputados en conjunto son quienes menor índice de confianza generan a la población. Los partidos están reprobados en representatividad y los de oposición, con bajos niveles de intención de voto.
La rama del Ejecutivo cuenta con percepción negativa en cualquiera de las evaluaciones de las áreas estratégicas como seguridad, empleo, acceso a la salud, etcétera.
La aprobación de gobierno y la popularidad presidencial, estancadas en su techo máximo para fin de sexenio.
Los gobernadores y gobernadoras, con aprobación de 50 por ciento en el mejor de los casos. Alcaldes y alcaldesas no escapan a la desaprobación y al incumplimiento de expectativas. Las encuestas locales indican que pocos, muy pocos, votarían nuevamente por su presidente municipal.
Si esa es la estrategia y la lógica de comunicar la política, todos estamos reprobados y vamos de mal en peor.
Sigamos entonces observando o atacándonos los ciudadanos unos con otros en redes sociales mientras se vive la fiebre electoral por el 2024.
MT