Héctor Falcón Villa
El reciente fenómeno publicitario y cultural que significaron los blockbusters de verano Barbie y Oppenheimer tuvieron un impacto positivo en la taquilla de los complejos cinematográficos y una influencia en la conversación pública.
Barbie, de Greta Gerwig, dividió opiniones entre quienes recibieron bien su fábula crítica a la sociedad patriarcal y aquellos otros que sintieron mancillada su frágil identidad masculina. Oppenheimer emocionó a los fans de Christopher Nolan por su estilo narrativo fragmentado y el intenso drama del científico atómico que sufre de culpa. Sus detractores la encontraron quizá un poco larga y solemne.
Una película puede ser una experiencia artística que nos sacude, nos conmueve y nos reconecta con una vitalidad perdida. También puede ser un mero escape temporal, la oportunidad de participar en un ritual social o de consumir un producto atractivo. En todo caso, una película siempre es política y siempre tiene un discurso. El cine es susceptible de ser interpretado, de ser “leído” y de tomar una postura frente al poder.
Los discursos del Barbenheimer son obvios, casi didácticos. Procuran alinearse con ideas progresistas y liberales. Las fuerzas antagónicas son hombres blancos capitalistas con ambiciones económicas y políticas. Pero a la vez sus intenciones son claramente comerciales. Su primer objetivo es vender boletos; su segundo, es vender un discurso que permita vender otros productos; por ejemplo, más muñecas.
MT