Mateo: 15, 21-28
En aquel tiempo, Jesús se retiró a la comarca de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea le salió al encuentro y se puso a gritar: “Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”. Jesús no le contestó una sola palabra; pero los discípulos se acercaron y le rogaban: ‘¡Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros”. Él les contestó: “Yo no he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”.
Ella se acercó entonces a Jesús y, postrada ante él, le dijo: “¡Señor, ayúdame!”. Él le respondió: “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos”.
Pero ella replicó: “Es cierto, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Entonces Jesús le respondió: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”. Y en aquel mismo instante quedó curada su hija.
Reflexión
Fe heredada y adquirida
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
La misión de Jesús consiste en dedicarse, en primer lugar, a la salvación de los judíos – antes de ocuparse de los paganos. Dios quiere la salvación de todos los hombres y de todos los pueblos. Pero los judíos son los herederos de la elección y de las promesas. Por consiguiente deben ser los primeros en recibir el ofrecimiento de la salvación mesiánica.
Por todo esto, los judíos consideran despectivamente a los pueblos vecinos, a los paganos. A sus ojos no son más que “perros” – una imagen que usa también Jesús en el Evangelio de hoy, pero hiriendo menos por el diminutivo que Él emplea. Los apóstoles, después de Pentecostés, utilizan la misma táctica que Jesús: Primero se dirigen a los judíos, y sólo después de la negativa de estos, se dirigen a los gentiles. Sobre todo San Pablo se transforma así en el gran apóstol de los paganos.
Jesús tiene que hacer la misma experiencia dolorosa: Es rechazado por el pueblo de los judíos. Sólo una pequeña minoría acoge su mensaje. En cambio, los gentiles que se acercan a Jesús, reciben su palabra con verdadera alegría y con gran fe. La mujer del Evangelio de hoy da un ejemplo de ello.
Esta mujer cananea nos revela y recuerda, con su actitud, la única manera de pedir y conseguir algo del Señor: Dios da su gracia a los humildes y da su gracia a los que tienen fe. Humildad y fe, son no sólo condiciones de una buena oración, sino también actitudes fundamentales del cristiano ante Dios.
Dios da su gracia a los humildes. Jesús se resiste a los ruegos de la mujer. Y no sólo esto, sino también que la humilla: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos.” Pero la mujer insiste postrándose ante Él, y reconoce humildemente: “Señor, también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos.” No pide un trato igual; se contenta con las sobras. Esta actitud suya de humildad y pequeñez, vence el Señor y le arranca un milagro.
Dios da su gracia a los que tienen fe y confianza. Una verdadera fe es la condición que Jesús exige siempre antes de realizar un milagro. Por eso prueba duramente la autenticidad de la fe de la mujer cananea.
Muchas veces, en el evangelio, el Señor rehusa los milagros que le piden. Es algo que experimentamos también nosotros: Cuantas veces nuestras oraciones parecen estériles. Incluso la Santísima Virgen, en las bodas de Caná, obtiene al principio una negativa: “Mi hora aún no ha llegado”. Pero María no se desanima como nosotros. Se queda esperando, con una confianza absoluta: “Hagan lo que Él os diga.”
Jesús acaba escuchando siempre a los que insisten con una fe profunda, con una confianza total. Así fue en Caná. Así pasa también en el Evangelio de hoy. Al final, Jesús no puede más que alabar la fe sencilla y profunda de esta mujer pagana: “Mujer, que grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas. Y en aquel momento quedó curada su hija.”
MT