Mateo: 16, 21-27
En aquel tiempo, comenzó Jesús a anunciar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén para padecer allí mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas, que tenía que ser condenado a muerte y resucitar al tercer día.
Pedro se lo llevó aparte y trató de disuadido, diciéndole: “No lo permita Dios, Señor. Eso no te puede suceder a ti”. Pero Jesús se volvió a Pedro y le dijo: “¡Apártate de mí, Satanás, y no intentes hacerme tropezar en mi camino, porque tu modo de pensar no es el de Dios, sino el de los hombres!”.
Luego Jesús dijo a sus discípulos: “El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar uno a cambio para recobrarla?
“Porque el Hijo del hombre ha de venir rodeado de la gloria de su Padre, en compañía de sus ángeles, y entonces le dará a cada uno lo que merecen sus obras”.
Reflexión
Criterios humanos y divinos
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
En el texto que acabamos de escuchar, el apóstol Pedro recibe la más áspera reprensión de todo el Evangelio: “Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar, tú piensas como los hombres, no como Dios”. La palabra del Señor es singularmente dura. Muestra que el asunto es muy importante para Él. Su camino lo va a conducir al Gólgota, según la voluntad del Padre. Y si Pedro se lo quiere impedir, Jesús tiene que rechazarlo, porque Pedro no piensa con criterios sobrenaturales, sino con criterios meramente naturales.
El hombre moderno, cuando reflexiona, se inquieta y hasta se angustia frente al mundo. Aunque cada vez lo comprenda y domine más, sigue siendo incapaz de darle un sentido.
Solo el cristiano, con la fe, penetra el misterio del mundo. Desde la Encarnación, cada cosa, cada acontecimiento, cada persona tiene un doble aspecto: uno terrestre y otro celestial. Solo el cristiano puede contemplar el universo y la humanidad en toda su verdad. Solo él posee la fe, esta doble visión que le permite penetrar el mundo en su totalidad. Por la fe cambiamos nuestra miopía por la mirada misma de Dios.
Si supiéramos contemplar la vida con los ojos de Dios, veríamos que en el mundo no hay nada profano, sino que todo tiene su sentido y su misión en la construcción del Reino de Dios. Entonces comprenderíamos que todo no es más que una gran marcha de los hombres y de todo el universo, hacia Dios.
Si hubiéramos purificado suficientemente nuestra mirada, el mundo dejaría de ser un obstáculo para nosotros. Sería, por el contrario, una exigencia continua de trabajar para el Padre, a fin de que su reino se realice en la tierra.
Pero, ¿para cuántos la fe es esta luz que ilumina toda la vida y la orienta hasta en sus más pequeños detalles? A decir verdad, todos nosotros estamos, permanentemente, en peligro de ver el mundo, los acontecimientos, la vida, solo con nuestros miopes ojos naturales.
Nos parece que Dios no habla el mismo lenguaje que nosotros. Por eso nos resulta tan difícil comprenderlo. Dios no tiene las mismas ideas, ni la misma mentalidad, ni los mismos criterios que nosotros.
Por eso, resignémonos a ser transformados en nuestra manera de ver las cosas. Si queremos perfeccionarnos y perfeccionar nuestra vida, no estemos contentos con la miopía del hombre. Encontremos a Cristo, unámonos con Él: y procuremos pensar como Él, ver como Él, vivir como Él. Él nos dará su mirada y así conoceremos mejor el verdadero sentido del mundo, de la vida, de los acontecimientos.
Esto es precisamente lo que nos exhorta San Pablo en la segunda lectura de hoy: “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto”.
MT