Mateo: 18, 15-20
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Si tu hermano comete un pecado, ve y amonéstalo a solas. Si te escucha, habrás salvado a tu hermano. Si no te hace caso, hazte acompañar de una o dos personas, para que todo lo que se diga conste por boca de dos o tres testigos. Pero si ni así te hace caso, díselo a la comunidad; y si ni a la comunidad le hace caso, apártate de él como de un pagano o de un publicano.
“Yo les aseguro que todo lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo.
“Yo les aseguro también, que si dos de ustedes se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; pues donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”.
Reflexión
Amor y ley; responsabilidad para con el hermano
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
La historia humana es una gran búsqueda de amor, acompañada de maravillosos éxitos y muchos fracasos. La aspiración más profunda del corazón humano, es el deseo de amar y ser amado. El hombre ha sido creado por amor y para el amor y solo en el amor puede crecer y ser fecundo.
Es seguramente también una experiencia nuestra: El amor es lo esencial de nuestra vida humana. Y conocemos también la otra cara de la moneda: Solo es estéril quien vive sin amor, solo el egoísta fracasa en su vida.
Y hoy nos explica San Pablo: La plenitud de la ley es el amor. Quien ama al prójimo, cumple toda la ley, todos los mandamientos.
Esto no significa que ahora la ley esté derogada. Jesús no ha venido a abolir la ley, sino a descubrir su profunda riqueza. Él hace, de todo, un mandato de amor. A partir de Jesús, cualquier pecado del hombre es pecado contra el amor, y esto pesa más que todo el resto.
De esta manera, Cristo ha personalizado al mismo tiempo los mandamientos. Él ha hecho de ellos una tarea, que tiene siempre por meta otra persona: a Dios o al hombre. No se trata, pues, de contentarse con el cumplir de las leyes al pie de la letra, sino hay que buscar la persona del legislador detrás de ellas: Dios mismo.
Los preceptos, en el fondo, no son más que una invitación para aumentar y profundizar nuestro amor personal, tanto hacia Dios como hacia los demás. Por eso, precisamente, la ley del amor no tiene límites. Por eso, también, no acabamos nunca de cumplirlo perfectamente en este mundo.
Así, entendemos que el amor es la mayor de todas las virtudes. Está presente en toda buena acción, en toda virtud. Por ejemplo, la fidelidad, el respeto, la humildad, la obediencia, solo valen en la medida en que contienen amor, en cuanto son formas de amar.
San Agustín lo expresa en forma concisa: “¡Ama y haz lo que quieras!” Pues, el que ama, solo puede querer el bien. El amor le basta. El amor le es todo.
San Agustín se refiere al verdadero amor, el amor generoso, que sale de sí mismo y se pone en camino hacia el hermano. Este amor desinteresado se extiende, incluso, a nuestros enemigos. También a ellos debemos amar, como nos lo pide el Señor: “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis? ¿No hacen eso mismo también los publicanos?” (Mt 5,46)
En este contexto debemos ver el Evangelio de hoy. Se trata de nuestra responsabilidad para con un hermano que está en falta: en una falta grave y pública. Entonces Jesús nos invita a todos a trabajar en la enmienda del culpable. Porque nadie está exento de velar por el bien de todos. Cada uno es responsable del destino del hermano.
Esta responsabilidad para con el hermano no es fácil de ejercer, porque exige mucho coraje y mucha lealtad. Y nosotros, por lo general, somos cobardes, preferimos no complicarnos la existencia metiéndonos en problemas ajenos. Sin embargo, la recompensa y el fruto de tal acción es grande: “Si te hace caso, has salvado a tu hermano”