Mario Maraboto
Un tema que, a través de una “guía ética”, abordó el actual presidente de México a un año de haber tomado posesión, sobre el que pensaba lograr la “transformación” del país, fue el de la dignidad; el tercer punto de esa guía expresa: “De la dignidad: No se debe humillar a nadie”.
La dignidad es un valor intangible, fundamentalmente inherente a todo ser humano. Es el fundamento de todos los derechos y se vincula con la libertad, la racionalidad, la ética y los valores humanos; implica el reconocimiento de las diferencias y el respeto hacia el otro como ser humano.
Una persona digna se respeta y valora a sí misma y a los demás, actúa con responsabilidad, seriedad, nobleza y cortesía, es fiel a sus convicciones y no atenta contra las libertades de los que lo rodean; se hace merecedora de respeto y es modelo de conducta para quienes le estiman o le siguen. Por el contrario, una persona indigna es, lo mismo quien se concede a sí mismo menos respeto con relación a otras, que quien con cuya actividad o expresiones denigra al ser humano tratándolo como inferior, como objeto, animal irracional o propiedad. La dignidad se refleja en si el comportamiento, las convicciones y las acciones están a la altura del respeto a los demás.
Una persona digna enfrenta las adversidades sin rebajarse, procede con respeto hacia quien piensa diferente y honra sus compromisos adquiridos consigo mismo y con los demás. Pero la dignidad se puede perder cuando la persona es víctima de alguna forma de esclavitud o sometimiento, o es forzada por alguien más o por las circunstancias a actuar en contra de sus valores, principios o creencias para satisfacer los intereses de otro.
Esa dignidad con la que nacemos, debe mantenerse y reforzarse en cada situación, reto o circunstancia que afrontemos; seguramente a ello se refería Aristóteles al decir: “La dignidad no consiste en tener honores, sino en merecerlos”. Pero también puede mermarse o perderse por entero cuando la persona victimiza a otros o es victimizada por violencia, racismo, pensar diferente, o por situaciones que derivan en pérdida de autonomía, libertad y capacidad de control de lo que ocurre con su entorno.
Perder la dignidad sucede mucho en el mundo de la política en todo el mundo. En la política se negocian intereses y formas de pensamiento sin consideración a la dignidad personal y profesional, lo que deriva en una concepción de muchos políticos como seres sin dignidad y sin honor.
Recientemente hemos visto en nuestro país a algunos políticos que, básicamente por sumisión, han mermado o definitivamente perdido la dignidad. Un caso es el del ahora exministro de la Suprema Corte de Justicia quien, luego de una brillante carrera judicial, olvidó la defensa de la Constitución para violarla y traicionar sus principios al renunciar a tan alto honor para unirse a un movimiento cuya base de acción es, precisamente, violar la Ley Suprema. La ambición política pudo más que su dignidad profesional y personal.
Como él, muchos secretarios de estado, diputados, senadores o gobernadores han puesto su dignidad a las órdenes de quien de forma indigna busca la satisfacción de su ego y acumular poder en afán de que éste sea absoluto; hemos visto gobernadores que entregaron sus plazas a cambio de embajadas y políticos sumisos a cambio de no perder privilegios o enfrentar acciones judiciales.
A fin de cuentas, tenemos un presidente indigno del cargo, que olvidó su “guía ética” y ha humillando a sus cercanos y les ha quitado la dignidad, cosa que a la mayoría de ellos no le ha quitado el sueño.