Marcos: 13, 33-37
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Velen y estén preparados, porque no saben cuándo llegará el momento. Así como un hombre que se va de viaje, deja su casa y encomienda a cada quien lo que debe hacer y encarga al portero que esté velando, así también velen ustedes, pues no saben a qué hora va a regresar el dueño de la casa: si al anochecer, a la medianoche, al canto del gallo o a la madrugada.
“No vaya a suceder que llegue de repente y los halle durmiendo. Lo que les digo a ustedes, lo digo para todos: permanezcan alerta”.
Reflexión
Sentidos del Adviento
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
Queridos hermanos, se inaugura hoy el nuevo año litúrgico. Toda nuestra vida cristiana gira en torno a este año litúrgico que, de círculo en círculo, a modo de espiral, nos va preparando para la eternidad. A lo largo de él revivimos con la Iglesia toda la historia de la salvación, principalmente los misterios del Señor. Como dice San Pablo: debemos revestir a Jesucristo, renovando en nosotros los misterios de su carne.
Ahora, en este tiempo de Adviento, en estas cuatro semanas que nos separan de la Navidad, reviviremos la larga espera de Cristo que dio todo su sentido al Antiguo Testamento. Debemos esperar, pero esperar en serio, que Cristo nazca de nuevo en nuestro corazón. Es la oración predilecta de Adviento: “Ven, Señor no tardes”. Toda la Iglesia lo anhela con alegría, con una alegría ceñida de esperanza. Alegría profunda, que brota de la confianza. Alegría que va creciendo a medida que nos acercamos a la Navidad.
Dos personajes nos van a acompañar de manera peculiar a través de los evangelios de estos domingos: San Juan Bautista y la Santísima Virgen. El Bautista tiene por oficio preparar nuestras almas para la Navidad, así como en aquel tiempo preparara con su predicación el camino al Señor que venía.
Pero sobre todo nos acompañará la Virgen María, que es la personificación misma del Adviento. Ella condensa en sí toda la espera del Antiguo Testamento. Ella, con su belleza y su virginidad, sedujo a Dios de modo tal que en ella el Hijo de Dios encontró abrigo en sus nueve primeros meses de vida terrena. María está especialmente cualificada para introducirnos en el misterio de la Navidad. María es el receptáculo del encuentro tan admirable entre cielo y tierra. El Espíritu de Dios descansó sobre ella, y su seno se hizo divinamente fecundo.
Pero el Adviento no nos prepara solo para el misterio de la Navidad. Nos prepara también para la Parusía, la manifestación gloriosa del Señor al fin de los tiempos. El año cristiano se abre y se cierra con la perspectiva de la Parusía. “Venga tu reino”, decimos en el Padre nuestro. No quiere decir que el reino no se haya inaugurado todavía entre nosotros. Con el nacimiento del Hijo de Dios ya ha comenzado a realizarse, ya llegó – en cierto modo – el fin de la historia, ya llegó el tiempo de Dios, la plenitud de los tiempos. Pero el Adviento nos prepara para la última fase de ese reino, la vuelta del Hijo del hombre.
Es lo que, en forma de parábola, nos dice el Señor en el Evangelio de hoy al hablarnos de aquel hombre que “se fue de viaje, dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea”. A ese Señor que se fue de nuestro mundo le diremos, con el profeta Isaías, durante todo el Adviento: “¡Vuelve, por amor a tus siervos y a las tribus de la heredad!”.
Era el clamor de los primeros cristianos: Maranatha, Ven Señor Jesús. Expresaba el deseo de que el Señor se mostrara como Rey de la Iglesia, de las naciones y del universo, como juez que da la victoria a los buenos y provoca el derrumbe de los malos. La Iglesia espera este acontecimiento, espera con impaciencia el Adviento final, el retorno glorioso del Señor y la entrada definitiva en la eternidad.
Toda nuestra vida es un largo adviento, una época que exige una actitud específica, una actitud de firmeza. Lo dice San Pablo en la carta que hoy hemos escuchado: “El Señor os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros en el tribunal de Jesucristo Señor nuestro”. Tal debe ser nuestra actitud en esta vida: permanecer firmes en la fe, firmes en el Señor Así lo dijo el mismo Jesús en la Última Cena: “permaneced en mí, permaneced en mi amor”.
Nuestra actitud en esta espera larga debe ser, entonces: estar firmes, no dejarse llevar por las falsas ideologías y los errores del tiempo, no sucumbir a la tentación del paraíso en la Tierra, no perder nunca de vista la patria definitiva, los ojos fijos en la eternidad.
Un ingrediente de la firmeza deberá ser la vigilancia, según nos lo recomienda el Señor en el Evangelio de hoy: “vigilad, velad”. Vigilar para que no pase inadvertido el momento de Dios. Vigilancia que debe unirse con la sobriedad: ser sobrio es no abusar de las cosas de este mundo, no echar raíces demasiado profundas en esta tierra, porque la figura de este mundo desaparece.
Los hombres de hoy no quieren oír hablar de un fin de la historia e intentan afirmarse contra el fin de su tiempo. Frente a esta actitud autónoma y cerrada de nuestra época, el Señor nos pide firmeza, vigilancia y sobriedad. Estamos aquí de paso. Estamos en espera, no angustiosa, sino serena y confiada.
Que este tiempo de Adviento nos prepare, pues, para la doble venida del Señor para aquella que ya sucedió en Belén pero que debe renovarse en nuestros corazones; y para aquella otra que esperamos con confianza para el fin de los tiempos.
Ven, Señor Jesús, ven a nuestros corazones, re-naciendo en la fiesta de Navidad; ven al fin de los tiempos, clausurando la historia del mundo.
Pero ven también ahora en la Eucaristía, en este sacramento que, según lo encargó, debemos celebrar “hasta que vuelvas”. Cuando entres, Señor en nuestras almas, deposita en ellas la semilla de la esperanza. Haz que no tomemos carta de ciudadanía en este mundo pasajero. Adelanta, Señor en esta cita eucarística, lo visita navideña, y que constituya a la vez un preanuncio de la Parusía final.
MT