Yo estoy convencido de que el acto solitario de escribir es producto de un deseo irrefrenable por comunicar a los demás lo que se considera necesario y hasta urgente
Dedicado a mis queridos amigos Maricela, Eduardo y Leonardo.
El género humano en los inicios de vida inteligente, percibió la necesidad de trascender, decidió utilizar los lienzos o los muros de las cuevas que les regalaban además, cobijo. Hoy podemos no solo ver, sino, con un poco de sensibilidad, escuchar sus relatos cuando nos muestran hombres -no mujeres- en acción, con una lanza en ristre, tras un animal que se tradujo en alimento, labor, ahora sí, propia de las mujeres de la comunidad. Esta maravillosa experiencia de explicar sus experiencias, sin una sola letra, permite al género humano dar un giro en su desarrollo como entidad social –fundamento de los entidades como la familia, la tribu, el pueblo, la ciudad y/o la nación-. Es entonces que la imaginaria estalla dándome la oportunidad de charlar contigo sobre aspectos de mi vida, ahora en un formato impreso impecablemente diseñado, lejos, muy lejos, de los testimonios realizados con un extraño lápiz en los muros de piedra de aquellas oquedades que sirvieron de casa y de taller de escritura. Ahora las herramientas son lápices o teclados que me permiten describir historias, anécdotas, mentirillas inocentes, un todo que le dan sabor a mis relatos.
Yo estoy convencido de que el acto solitario de escribir es producto de un deseo irrefrenable por comunicar a los demás lo que se considera necesario y hasta urgente. El platicarte cómo dos años se convirtieron en la etapa más feliz de mi vida, es algo que considero importante que lo conozcas. Mi afán no es crear la imagen de un chico especial, muy al contrario, sólo quiero que te des cuenta de que la felicidad es un estado de gracia que es posible vivirlo y que te puede llegar sin haberlo solicitado.
Corría el año de 1944, durante la II Guerra Mundial, en la que México solo participaba trabajando para uno de los países aliados, Estados Unidos, fabricando uniformes y algo de material bélico, como balas. Emilio Luis vivía en la calle de Ixtlán en la Colonia Roma de la ciudad de México, en la casa marcada con el #24-A, formando esta familia sus padres Benjamín y Consuelo y sus 8 hermanitos: Guadalupe, Ricardo, Benjamín, Juan Bautista, Rosa Isabel, Jorge del Carmen, Consuelo y José Rafael.
Yo, Emilio Luis, nací en Celaya, Gto. –y arrancado de la muerte en Querétaro a la edad de dos meses, gracias a la sabiduría del doctor Esteban Paulín- fui un niño común y corriente que habiendo cumplido 5 años en la breve callecita de Ixtlán – tanto como el poblado de Oaxaca, San Pablo de Ixtlán- quiere compartir contigo algunos entrañables recuerdos de una manera desordenada, pero entendible. ‘El Júpiter’ fue un perro que llegó a nuestra casa no sé ni cuándo y, menos, cómo, pero su cariño por nosotros fue tal que siempre se quedaba humildemente fuera de casa pues mi mamá nunca dejó que entrara.
Con 9 hijos y un marido ¡tenía suficiente! De pelo abundante, café claro, compartía la calle con otro perro, ‘El Cantinflas’ que era guardián de una carpintería en la misma cuadra. Chaparro, fuerte y de pelambre gris escaso. Siendo ambos canes enemigos declarados, sus agarrones eran constantes y a muerte. En uno de esos feroces encuentros, mi perrito ganó la batalla y el enemigo fue recogido por sus dueños con una pala, ante el asombro de la familia Frade, dueños del negocio. En la escuelita donde asistía junto con mi hermano Jorge, una niña llamada Leonor, me asediaba de tal manera, que tenía que esconderme pues le tenía un miedo irracional. Muchos años tuve una foto en la que aparezco con un disfraz de vaquerito, luciendo una chaparrera hecha con mantel de plástico o similar, cuyo olor al día de hoy, me hace recordar esa escena. Mi hermanito Jorge –la parte del Carmen se lo quitamos por obvias razones- y yo, éramos los consentidos de La Lolo, amiguita de mi hermana mayor, Guadalupe. Debió tener algo de dinerito, pues nos regaló a ambos un carrito de carreras de cuerda de color rojo. Mudos por la emoción, nos dejamos consentir por esta niña tan generosa, siendo mi carrito el que muriera primero al ser aplastado por un coche que transitaba por la callecita de Ixtlán. En esa histórica calle, estuve a punto de perder la vida o quedar lesionado de por vida: como todo niño, salí sin el menor cuidado cruzando la callecita. No vi venir al camión de carga,, mismo que quedó exactamente frente a mi jeta, en medio exactamente. A los gritos acudieron las mujeres del barrio para auxiliarme y me dieron azúcar “para el susto”. La última escena que recuerdo de la callecita de Ixtlán, fue cuando todos trepados en un taxi, salíamos rumbo a la Estación de Autobuses Transportes del Norte en la Av. Insurgentes casi esquina con la señorial avenida Reforma. Por la ventana trasera del auto, vimos cómo ‘El Júpiter’ corría tras el taxi, persecución que duró algunas cuadras. El cansancio, el tráfico citadino, las circunstancias, la ingratitud de nosotros, pudieron más que el deseo por acompañarnos de nuestro mejor amigo. Me consta: con la lengua extendida al máximo, dejó de perseguir un imposible. Nunca supe si mis padres comentaron la posibilidad de llevarlo con nosotros a Monterrey, ciudad donde comenzó una nueva aventura.
No me preguntes los detalles de mi llegada a Monterrey. Te cuento que llegamos a una casa de dos pisos, asentada en una desértica y recién inaugurada colonia: La Florida, teniendo como marco el espléndido ícono de Monterrey: el Cerro de la Silla. Un privilegio inigualable. La casa la vi enorme: una terraza amplia arriba, formando el techo del porche usual en climas calurosos. Este sería el hogar de dos papás y una prole de 9 hermanitos –Muchos años después busqué la casita. La encontré y la vi muy pequeña, ahora devorada por un caserío aplastante. La pude localizar gracias a la referencia con la modestísima Iglesia de La Sagrada Familia a cargo del padre Beguerisse a una cuadra distante y cuya campana pendía de tres palos. Después de unos años y habiendo regresado la familia a México, este sacerdote nos buscó para despedirse de nosotros pues se iba al África como Misionero. Pronto, los niños encontramos la forma de adaptarnos al nuevo espacio campirano, muy distinto al dejado atrás. Entramos a un nuevo y desconocido estado de gracia y en un ambiente de un calor y un frío desconocidos, moviéndonos como chinos libres y teniendo solo dos casas vecinas que parecían chícharos en batea: los Boshitos –que nunca conocí- familia que integró una orquesta de música de cámara, regalándonos todas las tardes con amables conciertos de música clásica. La otra casa era de los Altamirano, familia regiomontana con dos jóvenes salvajes, quienes montaban en moto o a caballo “a pelo”. Yo los veía boquiabierto desde abajo como personajes de película. Su única hermanita y la mayor de los tres, sufría por los desmanes de sus hermanos. Ricardo y Benjamín los mayores en casa, se apandillaron con estos depredadores que presumían de desollar coyotes en vivo o mostrarnos ufanos las víboras cascabel muertas a varazos. El Colegio Franco-Español, fundado en 1905 por tres miembros de la Orden Marista, para familias adineradas, fue la escuela que recibió a este niño fuereño, sujeto de ataques de los niños locales, haciendo mis días insoportables. Papá y mamá nos llevaban y traían a la escuela en dos autos, papá con un Ford de dos puertas y mamá en un Chrysler, enorme, de 4 puertas, todos ansiando regresar a la selva donde éramos felices. Siendo el Franco una escuela religiosa, me prepararon para mi primera comunión a los 7 años. Tengo una foto en la que aparezco en medio del grupo de niños frente a la Iglesia, con cara de bobo y la vela chueca, avisando que este sagrado evento no influiría significativamente en mi vida futura. Con gusto, recuerdo mi pastel con una copa coronada por una hostia dorada al centro y de donde salían unas medallitas. Ese día conocí del mareo al ingerir residuos de cerveza que quedaron en las mesas donde se ofreció una comida. Otro aviso al que nadie puso atención. En una ocasión fuimos invitados por una familia a un festival en una importante empresa regiomontana. Uno de los niños de esa familia, me dijo que no me fuera con mis papás al final, pues los suyos me llevarían a casa. Yo me escondí y mi familia al no encontrarme, absurdamente decidió dejarme. Entonces, me encontré solo y tuve que armarme de valor. Comencé a caminar utilizando el radar interno. Pedí a unos albañiles que al verme asustado, accedieron a darme los veinte centavos que les pedí para pagar el camión que sabía iría por mi rumbo: el Club Alhambra fue la referencia que entendió el chofer. Súbete, me dijo y no me cobró. Me bajé exactamente en la entrada de la colonia y mis hermanitos ya me esperaban, unos montados en un poste para ver si me veían. Con los 20 centavos me compré golosinas. De los recuerdos más entrañables, están los paseos familiares a un paraje junto al río Santiago. Una delicia las quesadillas con las clásicas y muy norteñas tortillas de harina que echaba doña Cleofas, después de que la señora hiciera el fuego con leña que ella misma pepenaba. Añosa, encorvada, con pasos arrastrados y lentos y con unas manos transparentes y diestras en generar ricuras. La verdad, no sé de dónde sacaba mi mamá a estos personajes diseñados para cuentos y relatos vespertinos para asustar a niños. En uno de esos paseos y estando con mi papá en medio del río, lo sorprendió un remolino que rebasó su confianza y tuvo que gritar: “¡Auxilio! Recuerdo a un señor regordete que corría quitándose su camisa blanca, yendo a nuestro auxilio. Como ven, no estaba escrito que muriera tan pequeño. Caminaba con mi papá, viendo sorprendido los efetos de un incendio de una fábrica de chicles. Me acerco a él y me extiende su mano derecha pero solo dos de sus dedos, morenos, regordetes y auténticos. La sensación de seguridad y gozo sobreviven en mí desde entonces, 75 años después.
Reza el dicho popular de que “el que da y quita, con el diablo se desquita…”. Siendo la vida la que nos regaló dos años de una felicidad auténtica, no podemos pensar que el diablo deba intervenir en la fórmula para que esta pague los platos rotos. ¿Quién debe pagar, entonces? Me explico: la vida, cosa abstracta, nos trajo una charola llena de frutos y viandas sabrosas, nunca solicitadas… nos fueron regalados momentos y experiencias que ni en sueños podían esperarse.
Un día, cualquiera, con la extraña desaparición de mi papá del escenario familiar, el sueño terminó abruptamente. La fórmula dejó de funcionar al caer uno de los sólidos soportes de la estructura. Si, esta es otra historia: mamá organizó el regreso a la ciudad de México, en la misma línea de Autobuses del Norte. Comenzaba una rabiosa lucha por sobrevivir procurando el menor daño, una desconocida lucha de sobrevivencia, de pie y con la mirada fija en un horizonte saturado de retos y de triunfos. Solo quedó Dios como el mejor aliado de mamá.