El Congreso de la Unión se proclama a favor de una Ley de Seguridad Interior. En su mayoría es aprobada, en términos generales, por ambas Cámaras.
El presidente Enrique Peña Nieto demanda un diálogo profundo para determinar su viabilidad.
Se llevan a cabo una serie de mesas de trabajo en el Senado de la República que tienen como resultado dos vertientes:
1) Dejar en evidencia que los legisladores no escuchan la voz ciudadana para el establecimiento de una nueva norma de orden común (ya que se aprobó con una rapidez irreconocible y a pesar del descontento social) y,
2) Demostrar la malversación de la palabra poder por parte del estado.
En cuanto al primer inciso, es increíble la coordinación de los diputados y senadores para sacar adelante una nueva propuesta para materializarla en ley. Debería pasar lo mismo con la designación del fiscal general de la República.
Con la aprobación de esta reglamentación, se abre paso a un sinfín de protocolos subsecuentes, sobre todo en materia de derechos humanos, los cuales se ven limitados al albedrío de la figura presidencial.
En casos de ‘emergencia’ en donde llegue a operar el ejército, únicamente se hará una notificación a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y a la Comisión de Seguridad Nacional del Senado de la República.
Es decir, la decisión es unánime por parte del ejecutivo federal.
Imagine, estimado lector, el caso más remoto en el que Andrés Manuel López Obrador gane la Presidencia de la República, estaríamos hablando de una subordinación incuestionable por parte de las Fuerzas Armadas.
Si en un operativo simple y llano se suscitan una serie de violaciones a los derechos fundamentales tal como sucedió en el Caso Atenco, que nos llevó hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en San José, Costa Rica. ¿Qué pasará con la seguridad castrense?