Mateo: 1, 18-24
Cristo vino al mundo de la siguiente manera: Estando María, su madre, desposada con José, y antes de que vivieran juntos, sucedió que ella, por obra del Espíritu Santo, estaba esperando un hijo, José, su esposo, que era hombre justo, no queriendo ponerla en evidencia, pensó dejarla en secreto.
Mientras pensaba en estas cosas, un ángel del Señor le dijo en sueños: “José, hijo de David, no dudes en recibir en tu casa a María, tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había dicho el Señor por boca del profeta Isaías: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán el nombre de Emmanuel, que quiere decir Dios-con-nosotros. Cuando José despertó de aquel sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y recibió a su esposa.
Reflexión
Dios con nosotros: José y María
Dios que creó al hombre, quiere estar siempre a su lado. Esa búsqueda del hombre, esa cercanía al hombre sólo puede entenderse por el amor infinito de Dios. Él siempre ha amado a los hombres y, por eso, ha querido hacer de toda la historia humana una historia de amor consigo. Y esta historia de amor es una historia en etapas.
Hubo un primer amor, en el paraíso, y pronto una ruptura. Y a pesar de esta infidelidad humana, Dios con paciencia de enamorado, fue reconquistando el amor de los hombres. Comenzó a hablar con Abraham, con quien hizo una alianza personal. Después se reveló a Moisés y lo eligió para liberar a su pueblo. La salida de Egipto cruzando el Mar Rojo, fue la primera gran prueba del amor de Dios.
El pueblo empezó a creer en Él, y vino un primer compromiso colectivo: la Alianza del Sinaí. Allí comenzaron como las nupcias oficiales entre Dios y su pueblo Israel, pero unas nupcias marcadas por muchas infidelidades de parte de los hombres. Pero nada pudo alterar la fidelidad de Dios. Siempre de nuevo renovó la promesa de su presencia activa y amante en medio del pueblo. Finalmente anunció una prueba de amor suprema. Es la promesa que hemos oído en la primera lectura de hoy: “La virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel que significa: Dios con nosotros”.
En la Anunciación del ángel a María llegó ese momento supremo en la historia de amor entre Dios y los hombres. Porque el Hijo que nacerá de María viene a sellar una Alianza nueva y definitiva. Dios ya no quiere seguir hablándonos a través de profetas. Ahora viene Él mismo, en persona, hecho hombre, para ser el “Dios con nosotros”.
Que feliz está María en esa hora: ha llegado por fin el gran momento de la historia, ese momento que su pueblo esperaba desde hacía siglos. La historia santa pasa ahora por Ella, depende de Ella, culmina en Ella – pero en provecho de todos. En esa hora Dios le revela que quiere llevar su amor a los hombres, al último extremo posible.
Esa revelación culmina en la cruz. Y María comenzó a sufrir inmediatamente. El Evangelio de hoy da idea de su difícil situación frente a su prometido José. Los dos se amaban tiernamente y, sin embargo, Ella no se creyó autorizada para disponer del secreto de Dios. No tuvo más remedio que callarse, esperando y confiando en Dios.
Los dos tuvieron que amarse mucho para poder soportar juntamente tantas pruebas y sufrimientos. Porque fue precisamente el amor a Ella, por lo que José conservó su fe en María, por lo que – a pesar de todo – no dudó nunca de Ella. Él conocía y amaba demasiado a María para sospechar de Ella ni un solo instante. Para el que ama verdaderamente, mil objeciones no llegan a formar una duda. Para el que no ama, mil pruebas no llegan a formar una certeza.
José había sufrido y buscado, había encontrado y resuelto lo que tenía que hacer, cuando el ángel vino a recompensarle. El ángel no llegó hasta que todo había acabado. A San José, como a nosotros, Dios no le envía su ángel para dispensarle de luchar o de reflexionar.
MT